Ella era feroz huracán de adolescencia. Era un claro
oscuro de auroras y crepúsculos apenas sin días. Era bailaora, capitana, era
una mirada tierna en un desconcertante rutilar de gracia y picardía. Era amiga,
novia, amante de tantos hombres... Era una chavala que un día, hace ya muchos
años, se cruzó en mi camino una mañana de septiembre, cuando, con catorce años,
alguien de un empujón la obligó a entrar en aquella mi clase, al tiempo que
exclamaba: ¡anda, so traste, a ver si
aprendes algo bueno! Era un vaivén de colegios y maestros. Era un mal
trato, un olvido de todos. Un día, alguien, un hombre, con palabras de amor, la
engañó; perdió casa, familia; buscó la vida en la calle, siempre de acá para
allá, con un pequeño, primero, con dos, después, entre sus brazos, demasiado
jóvenes para sostenerlos. Un traslado, me alejó de aquel pueblo.
Y yo la
recordaba con su trenza despeinada, su cuerpo espigado, su voz altisonante y sus
deseos hambrientos de volar hacia un prematuro mañana que la acechaba en el
camino negro y en los peligros del
desamor.
Después de largos años, una tarde, aquí, en Córdoba, la vi subir a una
furgoneta cargada de mujeres. Había envejecido tanto.... No obstante, su trenza
despeinada, su mirada tierna, rutilante de gracia y picardía, eran como una sombra
dibujada en su rostro de niña eterna. Algo me dolió por los adentros. La
busqué. No podía soportar su condición, para los restos, de wiskera de
carreteras. Y de aquella bella
muchacha tan sólo quedaba un rostro demacrado,
mortecino... De sus labios brotaron unas
palabras: mis padres me echaron a la
calle. Di mis tres niños en adopción.
Una interrogante hace ya mucho años, y hoy ante el brutal asesinato de tres
mujeres, me vuelve a torturar: ¿por qué?
¿No será, tal vez, que entre
todos labramos caminos sin retorno?
Era, sí, eso, era, pero ya, ¡maldita sea!
no es, no son.
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