Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

29 jul 2011

Cambio de prisión

                                                                  Niños y niñas felices
¡Ya lo creo que compadezco al delincuente! Lo sabía desde siempre, pero ayer, cuando aquí, a la puerta de mi casa,  el despliegue policial  para el transporte de presos  era  impresionante, me sentí especialmente afectada. 
Dentro de mi coche observaba, al tiempo que mis reflexiones y también  mis lágrimas me asfixiaban en un vaivén  de pensamientos, cuya dirección no era otra que la de aquel alumno, adolescente él,  que pasó un mes en el aula de uno de mis muchos destinos. ¡Tan sólo un mes!, porque la mala pata de una gripe me ausentó de mi trabajo. Cuando regresé ya no estaba: había sido expulsado.
Padres permisivos y despreocupados, maestros que sólo tuvieron para él palabras de reproches y  rincones de castigo, calle que lo contaminó del ambiente fácil de la delincuencia  y sociedad que lo anatematizó y condenó a la pena máxima para un joven: privación de libertad e internamiento en no sé qué cárcel de España.
El primer sonajero y el hisopo final se parecen  demasiado - Gómez de la Serna-. Sí, los primeros años de un niño -yo también lo digo- son definitivos para el resto de su existencia, porque la naturaleza humana es idéntica para todos; la diferencia está en la educación, y aquel chaval, torrente de feroz adolescencia, era, cuando lo conocí, herida sin drenar, agujero negro, por donde, no obstante, un rayo de esperanza oteaba por el universo de su mirada, mezcla de picardía y ternura.
Y mis lágrimas, al recordarlo, era, son, como una incesante súplica: No, él no precisaba coches blindados, ni esposas, ni grilletes... Él sólo hubiera necesitado, y puede que aún lo siga necesitando, un poco de amor.
En esta noche de luna llena, donde con tantos amigos me conjuro, él sigue siendo presencia viva en mis pensamientos. Mañana esta cárcel estará vacía y presta para ser convertida en solar.
No pido para mí, al menos por esta noche, riquezas, ni amor, ni amigos que me correspondan, sólo deseo un cielo como techo y un camino para los pies de tantos delincuentes que entre todos no le permitimos conocer mejores caminos.  

20 jul 2011

Nada

 (De mi obra "Cartas a Lucrecia)
Te escribo, Lucrecia, dentro de mi  coche.  Esta tarde,   por dar una vuelta, me he salido del barrio y me he venido a una cafetería con la intención de alejarme del ordenador, del trabajo por unas horas y respirar el ambiente de estos días: farolillos, palmas y sevillanas, en Córdoba
Y, bueno, ¿sabes qué me ha pasado? Pues, eso; que me he sentido tan rabiosamente mal fuera de casa que no he durado ni diez minutos.
No obstante, antes de salir, me he pasado por los servicios con el fin de retocarme la mala cara que me pone este bullicio y este bochorno donde la gente come, bebe, habla… mientras yo me siento a una distancia casi infinita de todo lo que me aparta de mi ese micromundo donde sólo existe el silencio que me permite vivir a solas con mis reflexiones.
En  los lavabos, una coqueta bolsa de aseo, olvido seguro de alguna mujer. La he cogido y, sin atreverme apenas a mirarla, me he dirigido a un camarero con la buena intención de entregársela.
-Estaba en los lavabos. Alguien la ha olvidado. Guárdela por si acaso la reclaman.
-¡Ah, bueno...! –Ha exclamado con bastante indiferencia- Debe ser de una fulana que viene de vez en cuando.  Trabaja... ¡qué sé yo...! La recoge un coche con otras  más como ella. Si quiere, deje eso por ahí, pero yo no me hago cargo. ¡Sabe Dios por dónde habrá pasado eso! Sí – añadió en un pequeño esfuerzo de memoria - , creo que la he visto esta tarde.
Me he salido de la cafetería con la bolsa de aseo en las manos. Me ha dado pena dejarla a merced de la indiferencia, del desprecio, del asco… A merced, posiblemente, del contenedor de la basura.
Y aquí estoy, Lucrecia, dentro del coche, con suerte, aparcado justo delante de la cafetería. De vez en cuando, alguien desesperado por un aparcamiento, me pita por detrás. Pero no me voy. Me gusta este lugar, porque, desde mi cálida “nave” contemplo cómo se resbalan las nubes sobre mi cabeza, sin que la prisa de la gente, que a riadas se dirija a la feria, se dé cuenta de esta hermosura  de cielo gris que amenaza tormenta.
Con unos vagos remordimientos, pero movida más bien por un impulso de compasión, me he decidido, al fin, a abrir la bolsa que, como si fuera de fuego, me quema entre las manos.
Y, nada, Lucrecia, nada: una barra de labios, un bote de perfume chocante, un colorete pimentón, una lima de uñas, una sombra de ojos… Nada, un fino pañuelo bien doblado y una carterita con una foto de una mujer de mal gesto y arrugas.

Los mismos potingues que tú, que yo, que cualquier mujer. Sin embargo el pañuelo, con unas marcas de rimel y, sobre todo, la foto, están provocando en mí,  tales sentimientos que, de pronto, me he notado como si recorriera el propio camino de mi vida, de la tuya, de cualquier ser humano. Es como si en las cuatro vulgaridades de la bolsa, hubiera descubierto los secretos todos de los hombres: necesidad de gustar, deseos de conquistar, lágrimas, recuerdos, una vida, una madre... Creo que sí, Lucrecia,  la mujer de la foto, que parece mirarme, entre orgullosa y suplicante, debe ser la madre de la dueña de la bolsa.
Ya lo sé, querida amiga, no está se moda el amor, ni  las lágrimas, ni las congojas que ahogan el alma, pero yo, pensando en la anónima dueña de este olvido, en esa mujer que, posiblemente, vende su cuerpo entre ascos que le damos todos, caigo en la cuenta de que, en la fina urdimbre de la vida, se tejen palabras que dan brillo y esplendor a quien las pronuncia y a quien las profesa:  moralidad, honradez, seriedad, orden ... Pero se olvidan otras, como amor, tolerancia, comprensión, etc. sin las cuales, toda la moral, por mucho que lo sea, carece de significado. Palabras salvadoras que, no obstante,  cuesta trabajo entender y que  se pierden sin ser pronunciadas jamás, al oído de seres humanos que las reclaman, las necesitan, las exigen para aprender que la vida es algo más que una historia vivida  en plena conciencia de mezquindad, marginación y desprecio.
Ha empezado a chispear. Cada gota es un borrón en el  empolvado cristal  de mi parabrisas y un relajante tintineo  en la chapa de mi coche. Me acuerdo de ti, nacida y crecida entre reproches y malas caras. Tú, la hija de una mujer “mala”, de una fulana… Yo, educada con tanto refinamiento, con tanta pulcritud, tu mejor amiga. Y las dos como  pequeñas guijas de una tempestad sin calma, rodando en trabajos y en afanes de acá para allá sin encontrar descanso que nos cobije, sin encontrar más refugio para nuestras cuitas que la maravilla, siempre nueva y siempre presente, de nuestra amistad.
Pero, ¿qué ha hecho la vida de nosotras, Lucrecia...? Tú, una resentida sentimental. Yo, un deseo de abrazar todo lo que me consume el alma y me lleva al destino de asumir y trascender hasta estas gotas de lluvia que, poco a poco,  se ven tornando en chaparrón. Gemelas, tú y yo,  siempre colgadas de un sueño que no tiene más luz que nuestros ojos, siempre enganchadas del pulso de la vida para notar los latidos que palpitan en corazones sin nombre.
Por eso, tú puedes entender mis lágrimas de esta tarde, cuando los árboles cuajados de pájaros, empiezan a oscurecer la luz del atardecer, cuando los pasos de la gente, bajo el chaparrón, se tornan carrerillas y, cuando, sin saber qué hacer, sin capacidad siquiera para arrancar el coche y marcharme a casa, estallan en mí las interrogantes: ¿Para cuántos hombres habrán sido arreglos estas pinturillas...? ¿Cuántos caminos habrán recorrido...?  Pero, sobre todo, Lucrecia, esta mujer que me mira. ¡Pobre mujer sin nombre!  Me la imagino perdida en el laberinto de oscuridades, sin más ojos que los de esta fotografía que la siguen y la protegen como un relicario sagrado. Me la imagino entregada a la magia negra del placer pagado, me la imagino sola, retocando –esta noche sin bolsa de aseo– sus ajadas mejillas, surcos de lágrimas teñidas de rimel.
Guardaré esta bolsa toda mi vida. Y, si en algún momento, me encuentro sola, cogeré esta pequeña fotografía y haré de su mal gesto, una historia de amor.

8 jul 2011

Interesante

Vínculo interesante.

http://jyhael-yael.blogspot.com/

Carta 1 Creo en Dios

   Queridos amigos/as: Voy a ir incoporando a este blog cartas que formas parte de mi obra, Cartas a Lucrecia, hoy agotada pero que en su día  gustó mucho a los lectores. Con ello solo pretendo aprender lo mejor de todos y enseñar lo mejor que tengo.          

CREO EN DIOS
Dedicado a  mis hijos.







El cielo se derrite en agua.
Es la una de la madrugada de un día cualquiera de este mes de diciembre gigante que a dentelladas, se  me antoja a mí,  se va devorando los últimos días  de esta década en la que  los tres os habéis hecho mayores, habéis abandonado vuestros juguetes  para integraros en  un  mundo de formalidades que de una forma natural  vais aceptando, porque es la vida que os abraza,  que os reclama, que os infla  para que os crezcan vuelos, camino del mar donde os aguarda  el placer de una orilla en calma, luz de todos los tiempos, latido de amor de todos los hombres. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar...
De toda la vida, lo sabéis, me ha gustado sentirme río. Río que nació allá lejos, entre montañas, entre deshielos, limpio, puro... Tan poca cosa que sólo era agua para alimentar superficies de guijarros blancos, agua en las que se podía mirar sin interferencias el sol. No obstante, aquel burbujear casi en la nada emprendió camino, alimentándose de otros cauces, de otros canales, alimentándose y creciendo siempre a la sombra, al amparo de álamos plateados y cantos de ruiseñores.
Por eso, hoy, esta noche que la lluvia me alimenta y me hace crecer, ya casi en caudal que quiere desbordarse, me siento lista para dar respuesta  a una  pregunta que os  debo desde vuestro despertar a la vida y descubrir, que dentro de vosotros, como dentro de todos los seres humanos, se agigantaban inquietudes, deseos de trascendencia, miedo, que, en un ininterrumpido vaivén, comenzaba una búsqueda precoz  de respuestas: ¿Existe Dios, mamá? ¿Hay otra vida, mamá?
Mi sí, o mi no rotundo hubiera sido una traición a vosotros, a mí misma... a Dios. ¿Acaso era yo alguien para interceptar con mis verdades la búsqueda de las vuestras? Por eso, mi deseo de reconduciros al umbral de esa búsqueda personal que, inexorablemente, os hiciera  converger  en la  paz de una vivencia rumiada en los adentros del alma: Somos el hálito  y la fragancia de Dios. Somos Dios en las raíces, en los tallos,... en las hojas.   
Perdonad hijos, que no tuviera mejor respuesta. Sólo, cuando el río es grande, crea profundidades en las que puede bucearse en busca de algún tesoro perdido, o simplemente en busca de esa botella  que encerraba el mensaje.
Y es que vuestras preguntas  me sorprendieron a mitad del camino, cuando todavía Dios era artífice anónimo de mi madurez, cuado Dios, tras una barrida de fanatismo religioso, parecía esfumado de mi vida. Los tiempos, la moda, mis razonamientos se encaminaban  a reconsiderar la fe de mi infancia y de mi juventud.  Recuerdo que una noche lloré la muerte de Dios que, de repente, me pareció descubrir como una obsesiva pesadilla que me habían grabado y acompañado  desde el mismo día de mi nacimiento.
Y empecé a caminar sola, materializando todo lo  que como un toque de atención, me resultaba desconcertante. Me convertí en oyente, en creyente de todas las teorías acerca de la no existencia de Dios, acerca del sentido práctico que debe guiar nuestra vida al considerarnos auténticos protagonistas de una historia donde cada eslabón  que nace se aúpa en  la nada del que muere.
Con indiferencia, he caminado durante largos años atribuyendo a casualidades, a hechos naturales todo lo que de alguna forma pudiera recordarme el aliento de Dios, presente y cálido en mi exigencia. Y llegué a comulgar con un  final terreno de todo lo que soy, aceptando y dando por buenas, las limitaciones que la muerte impone a todo lo que vive como final  único e inexorable de este puñado de materia que es nuestro  cuerpo. Me he preocupado, eso sí, de estar siempre en paz con mi conciencia, pero por pura ética al saberme cumplidora de mi deber como ser humano.
Pero un día, también ya lejano, ahondé en mis profundidades, revestida de soledad, de silencios, revestida de mi verdad, con las alas que me crecieron en el camino: intuición, objetividad,  valor, sabiduría, discernimiento... Y allí, sin cielo ni infierno, sin voluntad que deba acatarse como antídoto y remedio de todos los males o de todos los bienes, sin la vara, sin la puya que ordena, castiga o premia, allí, creando mi vida cada instante, sacándome de la nada, cuando yacía muerta por el dolor de tantas veces, allí, vivo, alumbrando mis oscuridades y revistiendo de amor mis alientos  perdidos, estaba Dios.
Por eso, hijos míos, hoy emocionada, y no por sensiblerías, que no  han lugar, y menos precisamente en estos días, en los que intuyo el gran dolor que nos aguarda, quiero haceros partícipes de la única respuesta que sé, de la única quizás que pueda daros con toda sinceridad: Yo creo en Dios.
No obstante,  comprendo que Dios no existe para todos. Quiero decir que hay que c crear profundidades, zambullirse en ellas hasta la saciedad, con la única libertad que existe, la que nadie puede violarnos: la libertad de sentirnos auténticos.
Pero Dios no es un molde  que sirva  para todos. Cada ser humano, mirándose a sí mismo, puede descubrir el verdadero rostro de Dios. El mío tiene el color y el  sabor de las lágrimas amargas, pero también, la sonrisa, la  paz, la calma, el amor que sostiene en vilo el agua de este río que sigue amamantándose de arroyos, en su profundo,  en su reverente  caminar hacia el mar.
No, hijos, no. No culpemos a Dios de los desastres del mundo. Los hombres, con inmensas limitaciones, estamos, no obstante dotados de capacidad para manejar los hilos de esta gran aventura que es el vivir. Y en uso de nuestra libertad los administramos mal, ¡muy mal! Y el resultado es la suma de nuestros individuales males. Dios no es el “servicio técnico” de nuestros desastres.
Algún día podréis comprender, que, sin  manipulación, ni chantaje, lo que vuestra madre hoy quiere deciros, es algo más que unas palabras bonitas en la seguridad de que nada acerca de Dios es cuestión de transferencias. Preguntaos, vivid en profundidad, vivid en verdad… Os quiero tanto…

                             

2 jul 2011

Nunca te olvidaré


Juan Cabrera era mi cuñado: Murió en la madrugada del pasado sábado, día 25. El hombre -dice R. Tagore- no se revela en su historia, sino que lucha a través de ella.  Y este aspecto de luchador  nato es el  que quiero destacar, aunque siempre fue así reconocido y valorado por mí. A Juan  Cabrera lo conocí... ¡ni recuerdo cuándo!, pero era un joven enamorado, inquieto... Sin haber tenido  apenas escuela, comenzó sus primeros pasos en el difícil camino de crear su pequeña, gran empresa en aquellos pobres y duros años de la postguerra, entendiendo, asimilando y superando que el ideal está en nosotros, y también, para superar este ideal, está en nosotros el obstáculo que vencer sin decaimiento. Y considero importante y necesario destacar este aspecto, hoy día, más que nunca, por el desánimo que cunde en la juventud que, a veces de brazos cruzados, esperan el tan ansiado trabajo que los situé en la vida laboral activa y remunerativa.
Juan Cabrera venciendo dificultades a golpe de intuición, trabajo e ilusión se fue elaborando un futuro, eligió por compañera a una mujer inteligente, de familia educada y católica:  la popular, para todos; Blanquita, mi hermana, compañera con la que tuvo hijos, formó una familia...
Pero la vida no tardó en mostrarles la mano invisible y poderosa del dolor: dos hijos que como la espuma del mar  que flota sobre la superficie del agua, desvaneció el viento, dejándolos sumidos en una eterna interrogante: ¿Por qué…? ¿Para qué? 
Hay un proverbio que dice: Eres tan bueno como lo mejor que hayas hecho en tu vida. Y lo mejor que hizo en su vida fue vivir, seguir viviendo, sacando ilusión de la nada  
Hoy ya no está pero desde lo más hondo y sincero de mi corazón, confieso que lo quise, que lo valoré, que lo admiré. Y tal vez por eso, el tacto de su mano con la mía en tan largo y angustioso final, me dejó el cálido rescoldo de una vida que sí tuvo el mejor de los sentidos.