Otro preparativo muy festivo era la tómbola, siempre benéfica.
Y para referirme a ella tengo que recurrir, una vez más, al jardín de mi casa. Sí, allí se daban cita señoras del pueblo a fin de liar las papeletas de la tómbola. Al atardecer de bastantes días, se colocaba una gran mesa en el jardín, y en ella montones de papelillas cuadradas, objeto del paciente y hábil cometido de liarlas, trabajo que consistía en, comenzando por un pico, liar y liar hasta convertirlas en una especie de viruta, cuyo punto final se engomaba cabalmente. Recuerdo que aquellos montones de papeletas las denominaban blancas, lo que equivalía a que no llevaban premio. Las premiadas, tenían un tratamiento especial y reservado del cual nunca supe cómo lo hacían.
Aquellas tardes eran festivas en casa. Al caer de la tarde se regaba aquella parte del jardín donde se ubicaban los preparativos y, ¡qué delicia el olor de la tierra mojada impregnado del aroma de tantas flores y plantas: damas de noche, jazmines, dompedros, hierbabuena, etc. etc.!
En esta madrugada
cuando los años han barrido de mi vida cosas muy queridas, como hago siempre que la amenaza del desaliento se cierne sobre mis días, me refugio en aquel jardín, en aquellas horas que me hicieron feliz en mi infancia, y feliz era en aquellos preparativos que se protagonizaban allí, bajo la luz especial que colocaba mi padre, en la amigable conspiración en torno a la tómbola. Feliz sentada al filo del arríate, bajo la gigantesca fotinia, viendo cómo las salamanquesas se multiplicaban en torno a la luz y a una nube de mosquitos, y los gatos maullaban por los tejados, y las jarras y botijos de agua fresca cundían de mano en mano.
No, no fueron tiempos mejores, pero todo estaba teñido con ese color especial que sólo se conoce en la carestía y que precisamente tornaba cualquier pequeño acontecimiento en especial, y se vivía con la ilusión profusa de lo grande, alegre, esperado…
La tómbola se montaba a base de regalos que la gente, según sus posibilidades, donaba a la parroquia, siendo siempre el mayor premio, un jamón que no sé por qué extraña casualidad, aunque puedo adivinarlo ahora, como poderoso reclamo no tocaba hasta el último día de feria.
Y según llegaban los regalos, se comentaban y, a pesar de ser muchos de ellos anónimos, se calculaba, y hasta se adivinaba su pertenencia.
Veo y siento la tómbola como gran atractivo, y mis ojos de niña se extasiaban en aquellas papeletas blancas en las que de tarde en tarde aparecían premios.
Yo os propongo amigos en esta madrugada, que invertamos ilusión en la tómbola de la vida, del día de hoy, al menos. Puede que nos toque el "jamón", y si no, tendremos el mejor premio: el haber participado.
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