Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

29 ago 2017

ADIÓS, MARIAN

DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN
ADIÓS, MARIAN
Días estos de regresos y despedidas. Me duele, me cuesta y me emociona decir adiós a Marian, una pequeña saharaui con la que, desde hace tres veranos y por generosidad y solidaridad de uno de mis hijos, compartimos vacaciones. Una preciosa niña que me regalaba jazmines, que me repetía: abuela, cuéntame cuentos, que acariciando mis manos,  decía «yo quisiera ser así de blanca», una niña del desierto, de piel achicharrada de soles y arenas, una niña desnutrida que cuenta historias que erizan los vellos  hasta de  los más duros oídos, una preciosa chiquilla que sueña con una escuelita blanca, un punto en el desierto, al que tiene que acceder por ardientes arenas. Una hija más, entre ocho de una familia que vio cómo el viento se llevaba su casa de barro y refugiados en la jaima de un familiar se apiñan todos y viven como pueden. Hay quien dice que están acostumbrados y eso no les importa, hay quien dice que traer a nuestras casas a esos niños no arregla nada y hay quien dice que hasta  se les hace daño ofreciéndoles una vida que después no tienen. Bueno, por mi parte, lejos, muy lejos de connotaciones políticas que no son mi tema y que resultan farragosas y complejas, mirando el lado humano del problema pienso que no están acostumbrados, están resignados, y sí se arregla algo con tan generosa acción: al menos una niña come, bebe, se ducha, juega y es feliz en plena conciencia de la provisionalidad que vive y del retorno a los suyos, cosa que, en un  difícil binomio, conjuga en deseos y añoranzas. ¿Que se le hace daño  con una falsa vida? No es falsa; es auténtica y en ella mucho amor y solidaridad que hasta una niña pequeña como Marian sabe agradecer.

Mi querida niña, no sé si volveré a verte, pero siempre estarás en mi corazón, siempre en mi recuerdo, porque te siento, te vivo como una hija más, una nieta que tirada en un desierto, resistes como tus mayores, los embates de un mundo que solo alza su voz cuando le interesa, pero quiero que sepas, mi querida, mi pequeña Marian, que tú interesas y mucho a esta familia que te recibe cada verano, a esta abuela" que tanto ama a los niños y que para siempre te llevarán muy dentro del alma, sin duda mejor lugar que el desierto. 
Y que canten los niños aquellos que sufren dolor, que canten porque han apagado su voz.


¡Adiós,mi preciosa niña!


Video de despedida





27 ago 2017

El tío de los algodones

Continúo con Historias de Ayer y termino con este capítulo


El pueblo es como un reino de tinieblas sin rastro de vida. Centellean pupilas de gatos, ladran perros en las eras y como  una bocanada de dolor que hiriera la noche se escuchan pasos fantasmagóricos que arrastran cadenas en un denso misterio que se adueña del viento y se deslizas por corazones que duermen en un alerta infinita de soliviantos.
Por las mañanas, cuando el sol apuntando sus primeros fulgores en la torre de la ermita, baja al pueblo y se cuela por persianas y puertas, la gente se  precipita a  la plaza, y en contagioso trance, rumian sus desbordadas fantasías: rojos que bajando de la sierra han asaltado tabernas, fantasmas que han sorprendido a obligados viandantes nocturnos, aparecidos que penan por promesas incumplidas, demonios que se ceban en víctimas arrepentidas de viejos pactos infernales.
De madrugada, al anochecer, a cualquier hora un estallido de sobresaltos, de malas corazonadas, de angustiosos suspiros,  saca a la gente a  la calle: ¡El tío de los algodones! La última respuesta a los mil caminos clausurados. ¿Un fantasma? ¿Una duda? ¿Un escape? ¿Una necesidad?
Corrillos histéricos comentan, como si vomitaran una indigestión de miedos, de secretos, augurios,  torturadas pesadillas:  El tío de los algodones ha vuelto a violar; el tío de los algodones ha vuelto a aparecer…
Y el tío de los algodones, fantasma de los días sin sueños, fantasma de tantas pasiones reprimidas, de tantos miedos cosechados en la cruel contienda, fantasma de la  fantasía deambula por patios y corrales, quebrantando voluntades, profanando mujeres casadas y casaderas.
Y se persigue aquí y allí, acusado por víctimas en  suspiros de recatada expectativa. Y las campanas del convento alertan. Guardias civiles y hombres acordonan casas, calles… Mujeres en balcones y ventanas contienen el aliento en una contradictoria interrogante, en un discreto sigilo. Y los niños, con ojos hundidos en el alma, se agazapan en las faldas de  madres y abuelas.
Y el tío de los algodones se esfuma  siempre con el viento, dejando el vacío de horas de nadie y que a su conjuro se tornaron espectrales, provocando el galopar de corazones eclipsados en otro tiempo y olvidados del ritmo festivo de los días.
Y vuelve aparecer otra madrugada, otro atardecer, cuando las horas pasmadas por una luna redonda que amarillea sombras, vuelven a la transparencia sutil en cósmico temblor. Pasan semanas y meses. Cada domingo en la Misa de siete en el convento se casan mujeres embarazadas, víctimas del tío de los algodones.
Y nacieron hijos, hombres de hoy que, con la cabeza bien alta, pueden proclamar la paternidad que los engendró: malos tiempos, pocas esperanzas, obligada creatividad de un pueblo que, entre aluviones y cenizas, se rehace para volver a ser corriente de un río joven que retorne a la vida, la plaza, la ermita, las fiestas…al ayer, al mañan

De mis recuerdos de niña, aquel fantasma de algodones y cloroformos. Y en mis reflexiones de madrugada, ¡cuántos fantasmas en nuestro presente que sin algodones ni cloroformos, sin sábanas ni cadenas, a cara descubierta, violan, roban, matan!


26 ago 2017

Historias de ayer

Eran largos, monótonos, silenciosos los días en  aquellos veranos primeros  de la posguerra. Villa del Río, como todos los pueblos de España, se despereza con las campanadas del Ángelus. Calles empolvadas que, trabajosamente, retornan pasos: vendedores callejeros,  pregoneros, charlatanes, ancianos que buscan las frescas sombras de siempre, enamorados que, en románticos presagios, sostienen con el calor de su sangre, el paso implacable de los días que se cuentan en horas de rejas y se eternizan en puntadas de ajuares. Puertas y fachadas castigadas por el abandono e intemperie de heladas y soles; tejados sin perfiles, punzantes de secos jaramagos; gente que habla en voz baja, y camina como si temiera estorbar en una tierra conquistada que pertenece a otra historia.
Un halo de pobreza, de inquietud, de terror fluye de las conciencias atormentadas por los recuerdos, y se expande  como endémicos en silencios y expectativas.
Cuando amainan las chicharras y el sol en arreboles roza las aspas del viejo molino y se cristaliza en las menguadas aguas del Guadalquivir, las calles, regadas a palmetazos de cubo, emanan una sofocante calina con olor a polvo asentado. Poco a poco las puertas se llenan de mecedoras de lona, botijos, sillas bajas de anea, de ramos de jazmines, de vecinos y amigos que, con la vista perdida en un desolado infinito, se encuentran con las estrellas que rutilan en un cielo que negrea como si las noche de los tiempos hubiera regresado desmadejando, para siempre, la prehistoria de aquel otro día.
Y entre  humos de rastrojos que flamean por los horizontes, maullidos de gatos por los tejados, ladridos de perros en las eras, canciones infantiles por las esquinas y bajo las macilentas luces de bombillas callejeras, palabra a palabra, suspiro a suspiro, esperanza aquí, recuerdos allá, se va forjando un trabajoso futuro.
El ancestral reloj de la plaza marca puntualmente  doce y sonoras campanadas. Toque de queda que recluye a las gentes en sus casas. Súbitamente la ley de la media noche, personificada en la despiadada figura del Cabo Pérez, pragmática y ejecutiva, se impone, se respeta, se teme…
Las calles se quedan solitarias. Un vaho húmedo y pegajoso envuelve  la soñolienta Villa del Guadalquivir. Y los últimos bostezos de la noche se apagan en cantos de grillos y olores a pan caliente del horno de Carmen, rescoldo de vida que alimenta sueños de hijos perdidos en trincheras ya apagadas.
El silencio de la noche parece encantado por algún diabólico maleficio y,  como si todas las fuerzas mágicas se confabularan y tomaran vida y deambularan errantes por los sentires angustiados de todos los villarrienses, se cierran puertas, se echan llaves y cerrojos, se registran rincones, se amurallan balcones y ventanas.

El pueblo es como un reino de tinieblas sin rastro de vida. Centellean pupilas de gatos, ladran perros en las eras y como  una bocanada de dolor que hiriera la noche se escuchan pasos fantasmagóricos que arrastran cadenas en un denso misterio que se adueña del viento y se deslizas por corazones que duermen en un alerta infinita de soliviantos.

17 ago 2017

El mar negro.


Un  día el de hoy en el que todos andamos sobrecogidos por el atentado terrorista de ayer en Barcelona. Por mi parte, y creo que por la de todos, condena absoluta a esta barbarie instalada en el mundo que tanto dolor causa. Pero la vida sigue y nosotros también, conscientes de la realidad pero que no nos paralice ni un solo instante; sería dar por cumplido el objetivo que persiguen.
Un relato, hoy, recordando una fecha.

EL MAR NEGRO
En sus ojos estaba el mar y en sus labios palabras sin sonido que se adivinaban como en un leve parpadeo. Noventa y dos años, vestido de negro, desdentado, de andares fatigosos y un sombrero de muchos soles que le colgaba por el cuello. Llegó un día, al poyete donde yo me tomaba un largo respiro. Buenas –dijo-, con su permiso. Casi codo a codo una especie de mutua cortesía nos mantenía en absoluto silencio. Se levanto aire y un remolino de papeles fue el detonante de mi intromisión en aquel hermético hombre que, eclipsado, con la mirada fija en el mar, era ausencia y lejanía. Parece que va a cambiar el tiempo –dije-. El color del mar es casi negro. Fue entonces, cuando, tras humedecerse los labios que parecían sellados por alguna mala historia, exclamó: señora, yo siempre lo veo negro, muy negro. ¿Cómo es eso? ¿tiene algún problema de vista? -pregunté ingenuamente-. No, señora, no; la vista, como los años que tengo, vieja. Tragó saliva, unos instantes de silencio y al fin exclamó: ¿ve aquellos criaderos de mejillones? Están lejos pero se ven bien. ¡Sí, si los veo! Son como dos franjas negras… ¡Eso es –me interrumpió-, Muy negras. Un poco más adentro se ahogó mi hijo de veinticinco años… Suspiró y volvió a exclamar: desde entonces el mar se vistió de negro, como mi vida, como todo lo que me rodea… Se fue hace cinco años y hasta hoy. ¡Sabes Dios! Lo espero por si la marea me lo devuelve. Aquellas palabras me enmudecieron; no sabía qué decir pero me acerque cuanto pude a él y le ofrecí un caramelo.
No volví a verlo, pero en sus ojos estaba el mar. Desde aquel día, en los míos, un joven, un niño… ahogados en la playa y no culpa del mar, culpa de un mundo que no podemos o no queremos administrar mejor.
Miro al cielo y no sé qué pedir; tampoco hay un dios responsable. Por eso os miro a vosotros, amigos, y os pido solidaridad, amor con todos aquellos que, como el anciano de negro, lleven un drama en su mirada. Seguro que el mundo cambiará, cuando cada uno de nosotros tiña sus ojos de esperanza.
Y hoy no tengo más imagen; solo música que acompañe el dolor de todos, sin que caigamos en la tristeza y el desánimo.Besos,muchos besos de corazón, amigos.
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