Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

29 abr 2017

Poesía de Herman Hesse

Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea es sagrada. Y vivo de esta confianza.
Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad.

La divinidad está en ti, no en conceptos o en libros. H. Hesse


27 abr 2017

De mi nueva obra: Historias de una maestra

NUEVO DESTINO
(Retazo de un capítulo)
Lo primero, de nuevo, buscar hospedaje y, lo primero por mi parte, también, dirigirme a las mujeres  que el año que estuve  allí provisional  me habían dado alojamiento pero yo resultaba, para aquellas mujeres, muy envejecidas, un gran problema.  Por tanto, tuve que buscar nueva casa que logré  con la ayuda de algunos conocidos. Llegué a la caída de la tarde. Recuerdo que aquella mujer vieja,  chiquita, de gesto sonriente, dura de oído, de pelo cano y ensortijado, de piel morena salteada de manchas oscuras, me recibió con un plato de natillas sobre un desteñido mantel de cuadros.
La casa era de muy humilde construcción, y todo en ella tenía un acentuado tono de pobreza, combinado con un descuidado ambiente de limpieza que me levantó el estómago, cuando, junto con el amarillento y "desportillado" plato de natillas, aprecié, en su proximidad, el mal olor que aquella anciana despedía. No obstante, me instalé en la pequeña habitación que me asignó. Eran casi cuatro paredes que podía tocar con la punta de mis dedos, nada más estirar los brazos desde cualquier posición.
 Me sentí tan mal que, sentada en el filo de aquella horrenda cama de madera, que olía a insecticidas fuertes, lloré y lloré tanto, me sentí tan sola y abandonada que pedí a Dios me llevara con Él.  
No llevaba muchos días en aquella casa, cuando una noche, me despertaron  grandes picores. Me tiré de la cama y corrí al espejo: era seguro que me había intoxicado: mi piel estaba, de pies a cabeza, llena de ronchas que  picaban a rabiar. Regresé a la cama y fue entonces cuando descubrí un enjambre de chinches que corrían por entre las sábanas. También mi camisón y hasta mi cabeza eran objeto de aquella repugnante miseria. Durante tres noches consecutivas, y cuando imaginaba que la vieja Ángela dormía, me bajaba con una manta y, en medio de la casa, hacía un camastro. 
Mi cuerpo tan débil se resintió aún más, hasta el extremo que enfermé y me tuve que ausentar unos días de clase, días que soporté en una maloliente mecedora de lona.



24 abr 2017

La aventura de ser escritor

DIARIO CCÓRDOBA / OPINIÓN
Todavía flamean destellos del Día del Libro. Es por ello que no haya prescrito aún la reflexión que en estos días me llevaba a escribir el siguiente mini relato: Un hombre, que de toda la vida se había dedicado a limpiar máquinas de escribir, decidió hacerse escritor. Así, escribió y se público su libro. Después, con él bajo el brazo, repetía de un lado par a otro: ¡soy escritor, soy escritor! Un día tropezó con un antiguo cliente. Este, al verlo le preguntó: ¿qué? ¿cómo va el asunto de las máquinas? Lo dejé, ¿sabes? Fueron demasiados años poniendo a punto los libros de los demás. Ahora trabajo para mí. Y poniéndole su obra en la mano, dijo: toma, lee y presume de amigo escritor. El hombre, sabio y prudente, hojeó el libro y exclamó: ¡vaya!, compruebo con desagrado el que tú, experto en limpiar máquinas, has descuidado la tuya. Esta lectura es ilegible.
En estos tiempos parece que el ser escritor es algo así como el pasaporte imprescindible para lograr la inmortalidad y si bien es verdad que todos tenemos derecho a desearla y buscarla, no lo es menos que los caminos son tantos como seres humanos habitamos el planeta. ¡Qué absurdo sería decidir ser un Picasso, un Mozart, etc.! La vocación de escritor para mí, es ante todo, una especie de brote creativo que surge a partir tal vez de una simple observación o acontecimiento pero que, día a día, impulsa al escritor a derrochar tiempo, silencios, renuncias para fecundar, mejorar, pulir y hacer crecer la criatura maravillosa que se va gestando, como si una gran fuerza interior empujara y se impusiera, sin tregua posible, hasta adquirir la madurez suficiente para tomar las riendas de sus posibles derroteros.
El título de escritor, pintor, etc., es lo que menos importa porque la auténtica aventura de escribir, en este caso, no tiene como fin primordial la publicación, la fama,  el nombre, la inmortalidad, cosas por cierto bastante circunstanciales, sino ser cómplices privilegiados del gran milagro creador que tanta satisfacción personal e íntima provocaa.

Hoy, como ilustración, unas frases famosas
 
 La verdad que escribir constituye el placer más profundo, que te lean es sólo un placer superficial". (Virginia Woolf)
 El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar  (Gabriel García Márquez)

 Un buen escritor expresa grandes cosas con palabras pequeñas  a la inversa del mal escritor que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas. (E. Sábato)

22 abr 2017

Conversando con mi cuerpo


Bueno, pues resulta que ayer, sobre todo por la mañana, fue un mal día para mí. Sí, malo, y no es que me sucediera nada especial. Solo que ni tan siquiera tenía ganas de ver la luz. Me dolía todo y nada. Me agobiaba todo y nada. Me preocupaba todo y nada. No sé si quería llorar o reír. No sé si quería compañía  o me molestaba. Sonó el teléfono dos veces y no lo  descolgué. Llamaron a la puerta y no abrí. Estaba así como entumecida, incapaz de darme respuestas, de reaccionar. Estaba bloqueada y sin clave de desbloqueo: ni ganas de comer, ni de beer, ni de escribir, ni tele, ni nada de nada. Que qué hice. Ahí voy:
Me encerré en una salita que mis amigos más íntimos  llaman de la musas, por la cantidad de libros de  videos, etc. que hay. Eché la persiana hasta quedarme a oscuras total, me senté y cerré los ojos y no sé cómo me encontré hablando con mi cuerpo: vamos a ver, corazón, que con eso de ser  la máquina, me preocupes. Quiero sentirte latir porque te noto lento, lento. ¿Y qué quieres, si has estado tres horas sin moverte del ordenador? Me tienes aburrido. ¡Date un paseíto, mujer y verás como me acelero! ¿Y tú, don hígado que te crees  señor de mi cuerpo? No tendrás queja: ni bebo alcohol, ni como grasas, ni dulces... ¡Tú te lo pierdes, niña! ¿Qué? Ay, perdona, quería decir que eso está bien, pero no te prives tanto que si no me das trabajo... ¡Una copita, un choricito de vez en cuando, unas tapitas de queso que tanto te gusta... ¡Si es que me estoy volviendo hígado de cabra con tanto verde como comes! Pues, no digamos yo. ¿Y qué eres tú? Soy tu estómago, princesa. ¿Y qué te pasa a ti? Pues que no aguanto  las cenas, sobre todo, de nada con tres galletas mojadas en agua. ¿Dónde se ha visto con lo chocolatera que eras? ¡Anda, anda que se me están pegando las paredes! ¡Cómete un buen bocata y dejas los tres palillos reglamentarios! Pues   con quién yo quiero hablar es con don colon. ¡Vaya problemas que me creas!¿Tú te crees? Toda la vida luchando contigo a cuestas. ¡Y venga  poleos y venga manzanillas...! ¿Me culpas a mí de tu mala administración de todo? Sentimientos, comidas, cariños preocupaciones, recuerdos... ¡Que es tu sistema nervioso el que me trae a mal traer y que me llenas de aire! Ya te lo han dicho miles de veces: no corras tanto, criatura, ni te preocupes hasta  si no oyes maullar al gato de tu vecino. Y yo soy el páncreas: ¡que te comas esa milhojas que miras con ojos golositos! ¿No ves que me vengo abajo  nada más que te pones de pie? ¿Puedo hablar? Soy tu cabeza. Habla, pero no sé de qué puedes quejarte tú. ¡Ufff! ¡Trabajo mucho, mucho, una barbaridad! Pues no es nada las historias que te montas con eso de la creatividad! Y claro, luego estás mareada, tienes sueño, estás como ahora mismo: hecha una ....  Pues,  tú sí llevas razón, pero es que no paras de charlarme e inventarme cosas y más cosas, y así  me agotas, se me pega la comida, tengo sueño, pongo erratas en la escritura...  Y etgno mi ratito de relajación diaria... Sí, ¡menos mal! Porque de lo contario, loca, loca Mira por donde, mi columna es la más calladita y es la que más sufre.  No te preocupes; haré por ti lo que pueda. Sí, mujer; no me abandones....
¿Y qué pasó? Pues que me levanté, abrí ventanas y me dije: ¡a ordenar libros, muchacha! ¡A vivir dejando la vida fluir  y se encargará de lo que tenga que pasar.

   


20 abr 2017

Antonio era mi alumno

 Han pasado años, pero a mi memoria acude aquel alumno de diez años que, habiendo visto pronto el dolor de la vida, miraban desde una inmensa tristeza, matizada, de vez en cuando, de ingenua felicidad. Él era tierno tallo herido, a penas despuntar, que sobrevoló por nuestras vidas, cual estrella fugaz de la que más bien queda el recuerdo de un maravilloso rastro luminoso y la certeza de haber sido testigos de su deslumbrante existencia. De rostro pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros… 
Y Antonio se nos fue de pronto. Un día de escuela, mientras sus compañeros en clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras su silla, vacía como otras veces, casi no extrañaba a nadie, mientras cada cual en su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con nimiedades, con absurdos y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de un futuro que nos deparara  mayor bienestar. Ni siquiera una corazonada, un telepático presagio: nada. Me gustan mucho tus  cuentos -decía con la cabeza siempre sobre la mesa-. La vida del pequeño Antonio, como blanquísima espuma de mar, se desvaneció con el viento.
Y era un bonito día de primavera, y el sol siguió su curso, y las margaritas y las amapolas, en un frondoso salvaje, parecían entonar el más bello himno de la alegría, y en las calles, el tráfico, los ruidos, las prisas... Pero en medio de esta eclosión de vida, un pequeño féretro nos llenaba de tristeza a todos los que vivimos, de una manera u otra, la corta vida de aquel niño.

Lo recuerdo, especialmente en este día. Sí como se recuerda el perfume de una rosa o la imagen de un bello paisaje. Y es que un alumno es como un hijo que cae en nuestras manos y nos hace sentir que servimos para algo. 
¡Échame una mano, tú que estás en el cielo!, y espérame, espéranos.  Trataré, entre tanto, de escribir mejores cuentos, mi querido, mi queridísimo pequeño Antonio.