Una especie de tos, medio rugido, me ha sacado de mi nostálgico éxtasis. Sí, allí, junto al banco de al lado, un cuerpo de mujer, más bien un bulto de mujer, me ha hecho regresar. La miro, con disimulo, primero. Detenidamente, después. ¿Llora? No distingo sus facciones entre las dos luces de la hora y su ensimismamiento que la mantiene acurrucada en un evidente sufrimiento.
Dudo unos instantes: ¿cómo abordarla? Un impulso, no obstante, me lleva directamente a ella. — Si no le molesta, ¿puedo sentarme aquí?
Aquel bulto de mujer, ausente de cuánto le rodea, tímidamente, levanta la cabeza y balbucea:
- Sí, señora. ¡Ya lo creo! Hay sitio de sobra.
- Unos minutos más de silencio en los que sigo prendada de la luna, que aparece entre los árboles, pero, desde lo más profundo de mi alma, busco palabras que me lleven a la comunicación con aquella pobre mujer.
- ¡Se está bien aquí! - exclamo, al fin - ¡Otra cosa será, cuando se ocupen los bloques!
- Sí, señora- contesta por pura cortesía.
- ¿Vive usted por aquí ?- pregunto ya sin tapujos.
Y aquella estática mujer, como si poco a poco se desdoblara y se creciera, comenzó a contarme su vida entre lágrimas y suspiros:
Yo he vivido siempre en el campo con mi marido, pero él hace dos meses que ha muerto, y yo...
Con dificultad se saca un pañuelo del bolsillo. Se seca unas lágrimas. Continua:
-Ahora vivo con una hija, pero lo mío, ¿sabe usted? son las flores, los bichos, el campo... Por eso voy y vengo a este jardín... El campo era nuestra vida. ¡Estábamos tan a gusto! Ahora íbamos a celebrar las bodas... ¡qué sé yo cómo le llaman a eso! ¡Las bodas de un montón de años juntos sin un sí ni un no!
- Las bodas de oro" - aclaro yo.
- Sí, señora; eso mismo.
Yo escuchaba, mientras la mujer tomaba vuelos en su profunda depresión que parecía esfumarse, a medida que hablaba y hablaba. Hubo un momento que, olvidada de su drama, me preguntó:
-Y usted, ¿es de por aquí? ¿Tiene familia? ¿Tiene marido? ¿Le gustan las flores..?
Ante aquel tiroteo de preguntas, me limité a contestar:
-¡Vaya si me gustan las flores!
Y, levantándose, diligente, se acercó al arriate más próximo. Cortó una rama de romero y, poniéndolo entre mis manos, dijo:
- Tome; huele a campo y a sierra.
Ahora aquí, con el romero sobre mi falda, pienso cómo todos, por amor al prójimo, tenemos el poder que puede, hacer milagros, allí donde se encuentre.
¡Pena que tan poco pensemos en ello y tanto nos limitemos! ¡Claro que todos los seres humanos estamos dotados de poderes! ¡Y claro que podíamos hacer prodigios!
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