Esto era una vez un hombre bueno y gran trabajador, dueño de
una gran hacienda. Un día reflexionó y se dijo: No es justo que yo tenga tanto, mientras otros hermanos míos
mueren de hambre e indigencia. Venderé todos mis bienes y los repartiré, de forma
equitativa".
Y el hombre bueno, sin pausas,
comenzó a trabajar en justas reivindicaciones. De sol a sol, y de acá para
allá, vivía entregado al servicio de sus hermanos los hombres.
De repente, una voz dijo:
-Este hombre miente; hacemos justicia
tratando a todos por igual
-Sí, miente -corearon todos los
presentes-. Llamemos, pues, a los guardias; todos somos testigos de su mentira.
-No -se alzó otra voz-. Si lo dejamos
ir se podría dar a la fuga. Cojámoslo y encerrémoslo amordazándole la boca.
Y
así fue: lo encerraron y taparon
fuertemente la boca.
Pasado algún tiempo, el hombre bueno
enfermó. En su agonía se interrogaba: ¿Cómo puede ser? ¡Si ellos eran mi causa!
¡Si por ellos he vivido pobre y marginado! ¿En qué les he fallado?
Y la voz interior que siempre
responde, le habló:
No, tú no les has fallado,
pero, ¿cómo no lo habías advertido a tiempo? Tú no eres de su tribu. Lo comprendieron
sólo con verte. No obstante, te toleraron, mientras permaneciste callado; hoy,
con tus justas verdades, has destapado sus mentiras.
Y el hombre bueno murió con una gran
lección en el corazón y una gran paz en el alma.
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