Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

28 jul 2017

Tu vos se me muere

Han pasado años, muchos, tantos como diecisiete, pero tú recuerdo,lo conservo intacto, y lo pienso, lo siento, lo vivo…
Me queda, amigo, tu rostro en aquellas fotografías, casi robadas, de un instante que se hizo eterno en mis recuerdos.
Me quedan tus palabras sostenidas e las mareas de un calmado lago de silencios, hoy.
Me queda la silueta de tu mano grande, capricho de mi cariño, un día. En ella superpongo la mía pequeñita, como injerto blanco en tierra dura de experiencias y mentiras.
Pero, ¿y tu voz? Mi pueblo tiene un secreto manantial, cuya voz jamás deja de cantar el rumor vivo de las entrañas de la tierra. Mi pueblo tiene voz que son campanas, pasos, aleteo de vencejos y golondrinas... Y la voz de la lluvia que resucita arroyos, que hace crecer nuestro río...
¿Per y tu voz? La estoy perdiendo, casi la he perdido, casi se me ha muerto en el silencio negro de años y olvidos.
¿Por qué si como el chaparrón, el paso del cóndor, el llanto de un bebé, las notas de una lira..., no  puede seguir siendo voz en mis cansados oídos?

Tan solo por unos instantes, te pido, te ruego, deseo que en mis cansados  oídos resucitara la voz de tus palabras, voz que se me muere en el silencio negro de tus olvidos.

26 jul 2017

Día de los abuelos

A mis nietos en el día de los abuelos/as


 
Mis queridos nietos: Este día tan maravilloso de los abuelos se lo he dedicado especialmente a los titos que, como sabéis tantas ganas tenían de ser abuelos y con tanto amor han recibido a su primer nieto.
Pero os lo escribo aquí para que  entendáis qué significan los nietos para los abuelos y siendo conscientes de ello, le correspondáis en lo que os toca. ¿Vale?
Un día singular y cargado de maravillosos matices este de los abuelos que dedico muy especialmente a mi hermana María Jesús y a mi cuñado César, abuelos por primera vez de un precioso niño que ha llegado a su vida, como llegan todos los nietos, vivificando ilusiones, amores, sueños… Se suele decir que a los nietos se les quiere más que a los hijos, y no es así, pero sucede que, cuando en el índice de la vida se van enumerando capítulos  grises, unas veces, y opacos, otras, ellos y ellas, nuestros nietos, nos elevan y transforman en paraíso irisado de ternuras infinitas. Y son balbuceos, sonrisas de bebé,   primeros pasos, primero todo de nuevo que nos hacen olvidar posibles deterioros, posibles depresiones y malos humos.  

Un nieto es un sueño convertido en realidad: Ellos nos dan lo que tal vez la vida nos quiso robar: amores, juventud, alegría, proyectos… Ellos y ellas son un paso más en la deseada trascendencia, ellos y ellas son la cuerda que activa el reloj de nuestra existencia, haciendo que el ritmo de nuestro corazón reciba  oleadas de impulsos nuevos.
Suelo decir que quien no tiene nietos no ha probado el néctar de la vida, elixir que nos hace entonar himnos de júbilo que en ecos prodigiosos deseáramos se extendieran por el universo.
Por eso, a mis hermanos, María Jesús y César, que tanto lo han deseado, que con tanto amor lo han recibido, que con tanto fervor lo proclaman a los cuatro vientos, mi más grata y sincera felicitación en este día en el que yo también me felicito  y me uno a todos los abuelos y abuelas del mundo para entonar a coro, la canción del salmista:  
Jubilate Deum omnis terra




No hay comentarios:


14 jul 2017

Ataque de pánico


Llevo días con la agorafobia a tope. No obstante, me dije esta tarde: ¡venga, levántate y vámonos! ¡No puedo dejar pasar las horas inmovilizada y aterrada aquí hasta que llegue la noche, viendo, como en un coche parado, cómo pasa la vida sin formar parte de ella…,no y no! ¡a comprar o mirar, pero a escapar de esta especie de agonía!
Y nada, cogí el camino y allá que me fui. Agarrada a un carrito de la compra, me armé de valor y me dispuse a ver libros. De pronto, me pareció que veía nublado. Sí, todo estaba cómo cubierto de niebla. Me limpié las gafas -siempre las creo culpables-, pero todo seguía igual. Pensé: algo me ha dado y estoy perdiendo la vista. 
De repente, me sentí el corazón en las sienes, taquicardia, y me noté los pies y las manos helados y un fuerte vértigo medio me tiró a una estantería. Me ahogaba. Me sentí un fuerte dolor en el pecho. Casi no podía respirar. Me detuve unos instantes, pero, queriendo dar normalidad a lo que me estaba sucediendo, seguí caminando. Llegó un momento que casi no veía ni podía pensar bien.  
Como un torpe robot busque a dónde sentarme. Noté que se me iba a descomponer el vientre. Alguien me preguntó : ¿Le sucede algo, señora? A punto estuve de decirle que llamase a una ambulancia, pero estraba tan sumamente bloqueada que solo dije: no. Gracias. Allí, haciendo como que busco algo en el bolso, apenas pienso.siento, eso sí, que me muero y que mis hijos no volverán a verme, y que mis nietos no volverán a saber más del cariño que les tengo, y que mis libros, mis plantas, mi… Rompí a llorar. Dudé, con el móvil en la mano: ¿los llamo y me despido o mejor hacerme una foto y dedícársela? Opté por la foto. Temblorosa me hago la foto y, ¡vaya sorpresa! ¡Si me veo bien! ¡Si no tengo cara de moribunda! Me sentí algo animada, respiré hondo, aflojé los brazos y me dije: ¡si esto te ha pasado muchas veces! ¡Si solo se muere una vez! ¿Y qué si te mueres? Acepta, niña, lo peor y comprobarás que respiras, que sigues viva, que no te sucede nada, que todo es miedo. ¡Venga, valiente, levántate y compra o mira, pero camina tranquilamente!
Bueno, y esto lo cuento, porque, como veremos otro día, casi todos, de forma muy parecida sufrimos estos ataques de pánico, pero, lo mejor, creo yo, aceptar lo peor y ser capaz de entender que solo es miedo que pone en marcha infinidad de neuronas encadenadas que nos bloquean, aterrorizan y quieren adueñarse de nuestras capacidades.







6 jul 2017

EL PUEBLO: PELAR LA PAVA

Mis recuerdos de niña me llevan a aquellas rejas escenario ancestral, donde los novios pelaban la pava. Sí, con los hierros de las ventanas por medio, las parejas pasaban, a primeras horas de la noche, largo tiempo en palabras y sueños de amor que se eternizaban en  deseos y promesas. Era, sin duda, espectáculo de gran  belleza popular  aquellas pintorescas ventanas donde solían abundar macetas de geranios y gitanillas y que salteaban las calles en murmullos de amores. El encuentro estaba precedido de un silbido del novio que era reclamo particular para la novia que acudía solícita a la cita.
Aquella recatada forma de comunicarse las parejas tenía su singular encanto. Era como si sólo existiesen ellos en noches frías o calurosas, ajenos al trasiego del pueblo, a los juegos de niños por las esquinas, ajenos a todo y sumidos en su mágica hora de amor, traducida en pellizcos y algún que otro  complicado beso y  a la que solían poner fin los padres.
Me gusta el progreso, y  es por eso que no me declaro nostálgica de pasado pero lamento la pérdida de valores y, entre ellos, ¡como no! el de la ingenua ilusión por la cotidianidad de pequeñas cosas. Pasado bastante tiempo, años, tal vez,  se formalizaban las relaciones entre novios, y los padres, oficialmente, daban su consentimiento para que entraran en las casas respectivas y los pellizcos se trasladaban, sobre todo en los inviernos, a debajo de las mesas, no pasando desapercibidos a las madres que guardaban silencio. La oficialidad de la relación –y esto no es tan remoto- se escenificaba con la pedida de la novia por parte de los padres del novio, quedando así casi fijada la fecha de la boda y demás eventos anexos, como eran las amonestaciones consistentes en una especie de anuncio público que en respectivas semanas se hacía en la iglesia a fin, creo yo, de que se conociera el enlace por si alguien tenía algún impedimento que aportar.
En fin, llegado el día de la boda, la celebración, por lo general, era de lo que fue dado en llamar de “platillo volante” que consistía en que los invitados eran obsequiados con sendas bandejas, portadas por familiares  en las que abundaba un salchichón muy rojo y picante, más alguna que otra vianda como altramuces, patatas fritas, aceitunas y poco más. 

Como dato curioso, una anotación: las novias que se casaban embarazadas no podían ir de blanco ni casarse en la parroquia, por lo que la ceremonia, medio a escondidas, tenía lugar en la Misa de siete en el Convento.


4 jul 2017

El pueblo: las eras

Las eras, y todo lo que conllevaban, constituyeron en los veranos de larga posguerra, todo un mundo de variados trabajos y sensaciones, difíciles de olvidar para los que de una forma u otra las conocimos o vivimos. Montones de paja, montones de trigo, hombres curtidos, apacibles sombrajos, botijos, melones, mulillas trotonas, trillos, carros, polvo... ¡Qué humana y sencilla la era de mi infancia y adolescencia Como recuerdo ancestral, las delicias de aquellas tardes rabiosas de sol en las que mi padre me llevaba a la era de Cristóbal. Desde lejos, el polvillo de los hombres aventando el trigo, al menor soplo de viento y, como un dibujo animado, la mágica inocencia de un trillo dando vueltas sobre el montón de crujientes espigas
Camino de chicharras el que conducía a la era, y de avena loca, ya seca y punzante que los niños nos arrojábamos a puñados para diagnosticar  pretendientes y novios.  Camino de viejas y descuidadas  cunetas, testigos de pasos lentos que evidencian la fatiga de la cuesta arriba  que se acompasaba con momentáneas paradas bajo árboles de sombra que solían ser grandes moreras.
La cuesta arriba era también  ladridos de perros que  presagiaban extraños e imprimían a los visitantes a las eras cierto recelo que se traducía en grandes voces llamando al capataz.
La cuesta arriba tenía  un límite verde, como  un oasis que invitara al  fresco de sus árboles  espesos: la ermita de la Virgen de la Estrella en lo más alto del camino.
De vez en cuando, mi padre repetía: en la era beberemos agua fresca y comeremos sandía y te subirás en el trillo.
La era, ante todo, un vaho calentón de polvo y un puñado de hombres que, con grandes sombreros de paja, trabajaban en inacabable rutina entre tajadas de sandía, respiros bajo el sombrajo y chorros de agua del sucio botijo que pendía, a los cuatro inexistentes vientos, de un retorcido alambre que le servía de asa.
Cristóbal, viejo, negro y de tierna sonrisa, repetía al verme en consabida rutina:¡ea! ¡La niña, al trillo!  ¡A dar unos paseos!”
Y su mano dura, maciza... rozaba la mía que era  más bien corazón galopante por  la emoción de compartir el trillo con aquel hombre de brazos tatuados que sin apenas detenerse me aupaba, más bien de mala gana, en el embarazoso e incómodo trasero de aquel  singular carruaje. La voz enronquecida de Juan daba pronto el alto que finiquitaba mi paseo ilusionado en el galope de aquella mula trotona que nunca corría tanto como yo deseaba.
Y en el sombrajo siempre, algún un hombre dormido con la cara tapada con el sombrero y las manos cruzadas sobre el pecho, como el muerto que un día, al salir del colegio, vi. en la habitación de una casa. Y mi cuerpo era un regusto entre sudor y fuerte picazón, ecos de paja, polvo, sol y un no sé qué de precoz nostalgia del tiempo vivido en la era, en compañía de mi padre en el descanso fortuito de  la sombra en la ermita...
 El trillo, el sombrajo, aquel puñado de hombres de piel curtida y manos abotargadas por el duro trabajo...  no volverán: el fuerte viento de la técnica y el progreso los  aventó  para siempre. Y si es cierto que con nostalgia recuerdo, no  es menor la justa satisfacción de saber que,  hoy por hoy, todas estas faenas se hagan desde otras posibilidades más justas y humanas.

Pero en  esta madrugada  me aferro a un recuerdo que me dejó huella y que me devuelve muchas veces la sonrisa perdida por los vaivenes de la vida: una niña, yo, y todos los niños de entonces, comidos de sol, en el paseo ilusionado  de un trillo

No se nace viejo

DIARIO CÓDOBA / OPINIÓN
ISABEL AGÜERA
A medida que vamos cumpliendo años, es cada vez más frecuente, a diestra y siniestra, ir  escuchando o repitiendo frases como éstas: ¡pero si no pasan días por ti!, pero, ¡si estás igual que siempre!, pero, ¡si estás hecho un chaval! Y claro, a tan generosas expre­siones, se nos imponen respuestas: ¡pues anda que tú! ¡Si cada día se te ve mejor! No hay duda de que, en el fondo, nos dejamos llevar in­conscientemente, por una meto­do­logía conductista: estímulo respuesta. Lo que más nos inte­resa, por supuesto, no es que el otro esté o deje de estar igual que siempre, sino que nos haga creer que lo estamos nosotros. 
Y de estar cada día más jóvenes, nada de nada. Puede que hayamos perdido o ganado unos kilos, puede que, por cualquier causa,  llevemos el “guapo subido”, y puede que nuestro aspecto, atuendo, etc. nos haga parecer de verdad ante los demás que los días no pasan por nosotros. De cualquier forma, para mí, ese vaivén de mentirijillas, me resulta divertido, aunque, sinceramente, me provoca pena. Sí, pena, por­que, en definitiva, se trata de ir pregonando algo que no acepta­mos: que vamos envejeciendo. Y bien conocido es aquello que dice: Empezar a sentirse joven es el primer síntoma de la vejez”. 
Hay una realidad en la que poco pensamos: no se nace viejo, pero la meta, desde que nacemos hacia la cual nos dirigimos lleva a esa, para  muchos insopor­table tremenda y difícil de aceptar, etapa llamada  vejez. 
Pero el viejo no es solo años; el viejo se hace en el transcu­rrir de los años. Porque la vejez no llega en un repente: nos vamos haciendo vie­jos, y cada paso en esa dirección debe llevar el sello de lo impere­cedero, sello y firma de autenticidad, de lucha, de superación... Sus hechos –dice Ovidio-son los que hacen viejo al hombre. Y yo así lo creo. Por eso a no pasar la antorcha hasta llegar a la meta.


2 jul 2017

Verano en el pueblo: las huertas

En las tardes de verano, mi padre, de vez en cuando, nos llevaba a la huerta del Solo –última residencia del pintor Pedro Bueno-. ¡Qué sueño eran las huertas! Silencio, roto por el ruidito del agua al caer por los arcaduces de una noria chiquita que, lentamente, movía un borriquillo, dando vueltas con los ojos vendados, alrededor de una alberca donde se lavaban hortalizas y dónde muchos niños se bañaban. Y qué agradable era pasear por entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas, canalillos del riego, olor fresco que manaba la tierra, árboles frutales y algún que otro perro vagando lentamente al compás de nuestros pasos 
La huerta era también nave de canastas, herramientas y muebles destartalados que, no obstante, me provocaban curiosidad y cierta intriga como si algo más se escondiera tras aquellas ingenuas realidades que a simple vista se mostraban. Lo que más nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que en medio de la huerta se erguía gracioso. Parecía un hombre de verdad, un hombre de palo: brazos erectos como si fueran aspas de una maltrecha cruz, un viejo sombrero de paja, que le caía tapándole un siniestro e inexistente rostro, bufanda de cuadros rechinantes, que le llegaba hasta el suelo, y chaqueta panda como la de un viejo payaso.
Gorriones, bandadas de gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban del espantapájaros, Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran: ¡Cuidado! ¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la tierra. ¡Cómo recuerdo aquel paraíso que me parecía la huerta! ¡Y cómo puedo degustar todavía el sabor agridulce de aquellas perillas de san juan que el hortelano nos regalaba! ¡Cuántos recuerdos que no quiero arrinconar porque en su día fueron sueños de niña, fueron vida fecunda en sentires que se iban escribiendo en la pancarta de mi alma!
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca.

 Algunas tardes los paseos a la huerta terminaban en melonares propios o de familiares, y lo primero, casi un sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que salía al paso. Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa fruta que era diestramente elegida y repartida, a corte de navaja, por el diestro guarda. No sé por qué me llenaban de misterio aquellas chozas. Me parecían dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en ellas hubiera algo más que un camastro y el asiento de una vieja silla, realidades que al comprobarlas, una y otra vez, me dejaban triste.