Mis recuerdos de niña me llevan a
aquellas rejas escenario ancestral, donde los novios pelaban la pava. Sí, con
los hierros de las ventanas por medio, las parejas pasaban, a primeras horas de
la noche, largo tiempo en palabras y sueños de amor que se eternizaban en deseos y promesas. Era, sin duda, espectáculo
de gran belleza popular aquellas pintorescas ventanas donde solían
abundar macetas de geranios y gitanillas y que salteaban las calles en
murmullos de amores. El encuentro estaba precedido de un silbido del novio que
era reclamo particular para la novia que acudía solícita a la cita.
Aquella recatada forma de comunicarse las
parejas tenía su singular encanto. Era como si sólo existiesen ellos en noches
frías o calurosas, ajenos al trasiego del pueblo, a los juegos de niños por las
esquinas, ajenos a todo y sumidos en su mágica hora de amor, traducida en
pellizcos y algún que otro complicado
beso y a la que solían poner fin los
padres.
Me gusta el progreso, y es por eso que no me declaro nostálgica de
pasado pero lamento la pérdida de valores y, entre ellos, ¡como no! el de la
ingenua ilusión por la cotidianidad de pequeñas cosas. Pasado bastante tiempo,
años, tal vez, se formalizaban las
relaciones entre novios, y los padres, oficialmente, daban su consentimiento
para que entraran en las casas respectivas y los pellizcos se trasladaban,
sobre todo en los inviernos, a debajo de las mesas, no pasando desapercibidos a
las madres que guardaban silencio. La oficialidad de la relación –y esto no es
tan remoto- se escenificaba con la pedida de la novia por parte de los padres
del novio, quedando así casi fijada la fecha de la boda y demás eventos anexos,
como eran las amonestaciones consistentes en una especie de anuncio público que
en respectivas semanas se hacía en la iglesia a fin, creo yo, de que se
conociera el enlace por si alguien tenía algún impedimento que aportar.
En fin, llegado el día de la boda, la
celebración, por lo general, era de lo que fue dado en llamar de “platillo
volante” que consistía en que los invitados eran obsequiados con sendas
bandejas, portadas por familiares en las
que abundaba un salchichón muy rojo y picante, más alguna que otra vianda como
altramuces, patatas fritas, aceitunas y poco más.
Como dato curioso, una anotación: las
novias que se casaban embarazadas no podían ir de blanco ni casarse en la
parroquia, por lo que la ceremonia, medio a escondidas, tenía lugar en la Misa
de siete en el Convento.
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