Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

26 nov 2017

Capítulo XII / Mi amiga Prostituta

(Con un entrecortado balbuceó repitió: mi abuela murió hace tiempo; murió...)

No lo sabía; lo siento. Los estudios  me tienen alejada de todo… ¡Murió, murió…! –seguía repitiendo, y esta vez en una especie de ausencia  y desencanto absoluto. Casi de forma robótica me levanté y senté junto a ella que permanecía con la caracola entre las manos.  ¿Por qué lloras? ¿Te pasa algo? ¡No, no te preocupes! -exclamó, sacándose del bolsillo un pañuelo amarillo despintado y limpiándose los ojos que chorreaban pintura-. estoy bien; echo de menos a mi abuela. ¿Cómo estás tú? –preguntó en un intento de evadir algo que pudiera delatar más de lo que deseaba-.  Yo sé cómo te puedes sentir. tu madre siempre fue una señora muy buena.
También yo, al  referirse a mi madre, noté una gran opresión en la garganta que me impedía seguir hablando, y algo hizo sentirme en aquel momento hermanada con Lucrecia, porque instintivamente, le eché un brazo por encima, propiciando así el fuerte abrazo que ella, sin duda, deseaba y al que yo me había resistido.
Nuestro abrazo fue largo, denso, auténtico baño de lágrimas sin palabras, y auténtico reencuentro de nuestra amistad.  Un simple golpecito de algo que caía nos devolvió, en gestos mutuos de complicidad, al recinto de aquel recibidor impregnado del perfume barato y pegajoso que proyectaba Lucrecia.
A pesar de lo rápida que fue para recoger del suelo un pequeño paquete, pude ver que se trataba de un bocadillo. Sin disimular mi extrañeza, pronuncié torpes palabras que Lucrecia mal esquivó: me dijo Luis que te ibas a casar con un hombre rico… Ésa es una larga historia sin importancia; ya sabes como he pensado siempre… ¡Tonterías! Bromas que le doy al larguirucho.
Y  cambiando gesto y conversación, a fin de evitar el tema de su vida, exclamo: estás muy guapa… Y tú, ¿tienes novio? No, no tengo novio. Solo tengo tiempo para estudiar. Me estoy haciendo médico… ¿Médico? ¡No me lo puedo creer! ¡Pero si siempre has sido una cobardita! A lo mejor he dejado de serlo, pero, dime; ¿de qué vives? ¿A qué te dedicas? Cuido a mi tio abuelo. Tiene una buena pensión y olivos… Estoy bien; tranquila.
No obstante, aquel bocadillo no se apartaba de mi vista ni de mis malos presagios. ¿Quieres quedarte a comer? ¡Anda! –exclamó- ¡Para qué si tu padre me ve! No te preocupes; tengo el billete de vuelta y me queda poco tiempo.
Al despedirnos algo muy profundo  había vuelto  a resucitar en mí con respecto a Lucrecia. Y de ahí mi promesa de visitarla en cuanto pudiera: iré a verte. Tan pronto como pueda te hago una visita; te la debo. Tal vez este verano…No, no me debes nada –me interrumpió-. Además, puede que no estemos en el pueblo. Mi tío abuelo quiere que vayamos  a no sé dónde en los viajes esos de los viejos…
Las palabras de Lucrecia me alarmaron: era seguro que no quería que la visitase, y era seguro que no me había dicho la verdad acerca de su vida. Y casi temblando como llegó, me abrazó en una rápida despedida que quiso relajar en una forzada sonrisa: me llevo la caracola, y ¡que no se oye el mar,  ni se oyen los pasos de Dios, y la Virgen es un palo...! –rompió en una loca carcajada y tratando de relajar el momento. Eran  las polillas de tu cabeza, pero te oigo a ti cada noche cuando la caracola duerme debajo de mi almohada.  Bueno, es tarde -exclamó comprobando un pequeño reloj de pulsera-; tengo que irme. Un nuevo y largo abrazo, cuajado de lágrimas, fue como un regreso silencioso al pueblo, a la Calle del Río, a nuestros encuentros prohibidos, a nuestras madres, a su abuela...


23 nov 2017

Capñitulo XI: Mi amiga prostituta

 Mis deseos y al mismo tiempo inquietud por ver a Lucrecia lo iba aplazando por motivos que no eran de gran peso pero me justificaban una y otra vez, más que nada por el tema del estudio. Cuando llegue el verano –me repetía- Y cuando llegaba, encontraba mil razones para nueva prórroga. No obstante, de vez en cuando, su recuerdo me impulsaba a una especie de extraña responsabilidad hacia ella que me acallaba con razones que consideraba de peso:   ya sabe lo que hace; ya no es una niña…
Algo terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia. Era el mes de marzo. Pegada a los libros terminaba el trimestre en grandes esfuerzos por aprobar  aquel curso.   Una llamada súbita de teléfono urgía mi presencia en el pueblo: Mi madre había sufrido un derrame cerebral y estaba grave. Mi padre había ordenado que me trasladase en taxis a la mayor brevedad posible. La noticia me produjo tal  conmoción que repentinamente sentí que las piernas me flaqueaban, la vista se me iba, me desmayaba. Cuando desperté estaba rodeada de compañeros, de personal del Centro y del director del Colegio que me había tendido en un sofá del vestíbulo y  me sostenía el pulso cogido. Lo  oí repetir: ¡ya, ya despierta!  ¿Cómo te sientes, María? Yo mismo te voy acompañar; te llevaré en mi coche.
Aquel viaje no lo olvidaré jamás. En cortas y afectuosas palabras me iba preparando para la desdicha que me esperaba y, echándome paternalmente un brazo por encima, cuando ya casi se vislumbraba el pueblo, añadió: debes estar preparada para lo peor.
Y sí, lo peor había sucedido: Mi madre había muerto. Un día que jamás, jamás olvidaré. Era el día once de marzo, un día en el que la primavera era ya presencia en los campos, y los pájaros emigrantes cruzaban cielos y aleteaban en torres y campanarios, un día en el que, por primera vez en mi vida, sentí rabia de que saliera el sol, de que la gente siguiera caminando por calles y plazas, de que la vida continuara. Mi casa, durante unos días, se convirtió en  destino obligado de cumplidos y condolencias. Mi padre, con gran dolor y  entereza nos dijo a mi hermano y a mí: debéis cuanto antes volver a vuestros estudios; yo estoy bien atendido por Inés 
No deseaba en absoluto regresar a la normalidad de los estudios. Había sido tan rápido, tan dramático… Por otra parte la casa sin mi madre se me convirtió en un auténtico suplicio. Sentía  como que de un momento a otro iba a aparecer como cuando con mi padre hacía algún viaje, y yo la esperaba con algo de ansiedad; no soportaba su ausencia. De vez en cuando me parecía oír su voz llamándome. Aquello me llegó a obsesionar porque hasta me despertaba a media noche y de un sobresalto me incorporaba en la cama en la seguridad de que la había oído, de que estaba allí.
 Extenuada por el gran cúmulo de emociones, me disponía a emprender  el viaje de regreso al Colegio Mayor, cuando, la tarde anterior, Inés me anunció visita: una mujer pregunta por ti. ¿Le digo que no puedes salir? Tiene mal aspecto. ¿Quién es? No la conozco. No sé quién es; no debe ser del pueblo. Sí, dile que no puedo recibirla y que le agradezco su visita. Inés, echándose las manos a la cabeza, regresó exclamando: ¡Santo Dios! Si no lo veo, no lo creo. Dice que es Lucrecia, la niña aquella de la Calle del Río… ¡Vaya pinta que tiene! Sinceramente no me encontraba con ánimo de recibir a nadie pero creo que menos aún a Lucrecia. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas, y por mi enervada cabeza  la imagen de aquella amiga de la infancia se desdibujaba y tan sólo me aparecía una mujer extraña que en aquellos momentos me resultaba enojosa. Inés, tal vez adivinando mis pensamientos y por salir al paso de aquella situación, exclamó:    Bueno, le digo cualquier cosa; no te preocupes. Yo la quito rápido de en medio. ¡No, no! -reaccioné rápidamente-. Ya que está aquí, pásala al recibidor;  ahora voy
Era lógico que Inés no la hubiera reconocido. Lucrecia se había convertido en una mujer de mal aspecto: Excesivamente gruesa, tal y cómo me la había descrito el larguirucho, pintarrajeada, de cabellos teñidos de un intenso rojo, con unas grandes gafas de sol y vestida de forma tan estrafalaria que a mí misma me hubiera costado identificarla. Sentada en la salita, con las piernas cruzadas y una falda tan estrecha y corta que le asomaba una burda faja, me esperaba. Como todo equipaje, una bolsa de plástico con un pequeño envoltorio. Titubeé unos instantes, al tiempo que dije con bastante dosis de apatía y como mero cumplido: hola, Lucrecia.
Ella, puesta de pie, y quitándose las gafas de sol que dejaban al descubierto sus saltones ojos azules, ribeteados por un casi insultante toque de pintura verde, me cogió las manos con gran vehemencia y con voz ronca, dijo: lo siento,  lo siento mucho.  El larguirucho me puso un telegrama  y cogí el primer tren…
Mi desconcierto era tal que no encontraba camino, y unas torpes palabras fueron las primeras que salieron de mis labios, sentada frente a ella: no tenías que haberte molestado… ¿Molestado? Nunca olvidaré cuando murió mi madre cómo estuviste conmigo…
Y sin mediar más palabras, rompió a llorar de forma convulsiva, al tiempo que me apretaba las manos entre las suyas en las que era fácil adivinar callosidades y durezas. Con torpeza, debido a su conmoción, extrajo el envoltorio de aquella prosaica bolsa: mira, todavía la guardo y cada noche escucho el mar. No sé si se oye, pero te oigo a ti…
Algo inesperado se me derrumbó de repente al comprobar cómo Lucrecia conservaba aquella caracola  que le regalé un día en años de nuestra  infancia. Sí, fue un gesto de generosidad, un ingenuo obsequio al regreso de unas vacaciones en la playa. Se oye el mar –le dije-. Y como tú no lo has visto nunca, te la he traído para que, al menos lo oigas. Y colocándosela en el oído, exclamó en risotadas: ¡pero si aquí no se oye nada! Llevamos tanto tiempo sin vernos…! –fue lo primero que se me ocurrió- No llores y cuéntame cómo te ha ido, como estás, como está tu abuela….
Pero sus sollozos se agudizaron, provocándome una insólita ternura. Con un entrecortado balbuceó repitió: mi abuela murió hace tiempo; murió, y yo...

















20 nov 2017

CAPÍTULO X


El tiempo pasaba y en mi pertinaz intento de olvidar a Lucrecia casi lo había conseguido. Sólo, de vez en cuando, recordaba unos ojos saltones que me miraban, y unos labios que repetían: ¿¡or qué quieres ser mi amiga? Pero todo iba quedando lejos, muy lejos. Quería imaginarla contenta en algún pueblo, en algún colegio aprendiendo, por fin a leer y escribir y tal vez hasta con su deseado novio rico.  
Yo, entregada de lleno al estudio, llegué a soportar bien el internado, pero las vacaciones me devolvían, una y otra vez, a mis habituales rincones y aficiones
Terminé bachillerato con buenas notas, y mis deseos se dirigían hacia la carrera de farmacia. Siempre había sentido fascinación por la rebotica a la que, con frecuencia podía acceder con Lucía, aquella niña, hija del boticario del pueblo y que, a días,  era mi amiga. El olor de la botica, aquellos grandes tarros de porcelana, las cajitas de medicamentos, el microscopio, desde el que su padre hacía análisis, todo, hasta la batas blancas me gustaban, pero mi padre, con buen sentido, me aconsejó: puede que tal vez  tu verdadera vocación sea la medicina. Esas cosas que te atraen de las farmacias son superficialidades. Los estudios son otra cosa. Deberías reflexionar más objetivamente sobre qué es en realidad lo que más te gusta y conviene.
Mi padre, como casi siempre, llevaba razón. Aquellas cuatro cosas que me deleitaban de la farmacia eran propias de mis pocos años y de los delirios que mi amiga Lucía  despertaba en mí con su medio mágica rebotica de potingues.
Y mis padres decidieron que lo más conveniente sería que de nuevo, me internase, pero esta vez en un Colegio Mayor muy próximo a la facultad de medicina.
Mi hermano Carlos, que estudiaba Empresariales se burlaba  y me repetía: seguro que en cuanto veas sangre te desmayas. Seguro que cuando veas a un muerto sales corriendo…
 Un día, en el pueblo, hecho ya un hombre que apenas si lo reconocí, se me acercó el larguirucho vestido de soldado: ¡vaya, cuánto tiempo! Ya no quieres nada con la gente del pueblo… No digas eso –interrumpí- ¡Claro que quiero! Pero tengo mucho que estudiar y me paso los días en mi casa… ¿Y tú? Ya veo que estás desconocido.  Pues  -exclamó como queriendo sostener un suspense-, ¡tengo una noticia que darte! ¿Qué noticia? –pregunté sin que me pasara nada por la cabeza. Ha estado aquí Lucrecia… ¿Qué me dices? –pregunté con gran sorpresa y hasta solivianto- ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿La has visto? ¿Has hablado con ella? ¡Para, para, chiquilla!  Ya veo que no la has olvidado; ella a ti tampoco. Te buscó, me buscó…
¿Y qué te dijo? ¿Y para qué vino? –volví a preguntar con evidente nerviosismo-. Vino porque tenía que arreglar no sé qué papeles. No recuerdo muy bien, pero algo como que necesitaba una partida de nacimiento… No sé; algo que ver  con la iglesia. Me dijo que su abuela estaba muy enferma, y que ella tenía que cuidar a su tío abuelo y a su abuela, pero que a lo mejor se casaba con un hombre que tenía dinero. Y me dijo que tenía mucha gana de verte pero que no te contara nada… ¿Y te dijo dónde vivía? Y, ¿cómo es eso de  que se va a casar? Me dio un papel con su dirección; ya te lo daré. Me lo dio porque le dije que iba a ir a verla… Sí, sí, dijo que se iba a casar con un hombre que le llevaba muchos años pero que tenía dinero… ¿Y cómo está?  Pues… –titubeó-, no sabría cómo decirte. Yo la vi rara, pero, ¡claro como ha pasado tanto tiempo! Tiene el pelo muy corto, rizado  y pintado de rojo, y venía con muchos potingues en la cara; ¡un poco rara! Y ha engordado que no parece ella; está bien alimentada.
Aquella noticia fue tan explosiva que mi propósito más rotundo se centró en ir a verla en cuanto pudiera, aunque lo contado por el larguirucho me desconcertaba hasta el extremo de imaginar que entre  Lucrecia y yo se había producido tal distanciamiento que  éramos, posiblemente, dos desconocidas.