(Perdonad, amigos, la demora; he sufrido una gran pérdida; mi queridísima hermana María Jesús)
Proseguimos con la novela.
Como le comenté a Lucrecia, mis padres
decidieron, al fin, mi ingreso en un
internado de la capital. Mis
estudios en el pueblo apuntaban al fracaso por lo que, al igual que mi hermano,
unos años mayor e interno en Madrid, el nuevo curso tenía como destino, para
mí, un colegio de monjas. Mi vida allí
no fue fácil. Recordaba a todas horas el jardín de casa, el palomar, la Hora de
Dios, mis juegos, recordaba sobre todo a mis padres y hermano y a
Lucrecia, que me fui sin haber recibido la prometida tarjeta por la cual
pudiera saber dónde estaba. Mi timidez era extrema. En realidad me había
relacionado poco. Tal vez, Lucrecia era toda mi referencia. No, no había tenido
amigas. Fui niña solitaria que hablaba poco e interiorizaba mucho. Así que, por mucho que lo intentaba no
lograba olvidar a Lucrecia y no sé por qué, el sonido de las campanas de un
reloj procedente de alguna torre lejana, en el silencio de las noches, lo
asociaba con ella y mis sentimientos eran una mezcla de compasión y miedo. Eran
noches muy largas las de invierno en las que no conseguía dormir, y daba
vueltas y más vueltas en la cama sin reconciliar el sueño.
Así llegamos a las vacaciones de
Navidad. Con vehemencia infinita esperaba a mi padre que fue a recogerme al
internado. La madre superiora, con las manos debajo de la almidonada toca, lo
recibió en la sala de visitas y con una sonrisa beatífica lo informó acerca de
mi trabajo y comportamiento. Estudia –dijo- y es buena chica pero se relaciona
poco, y es tímida en exceso… Mi padre, le salió al paso con palabras
alentadoras para mí: ¡Cosas de la edad! Lo importante es que vaya bien en los
estudios. Lo demás se le pasará.
Nada más llegar al pueblo, busqué al
larguirucho: está en el campo –me decían-, pero
viene para las fiestas.
Fue aquel un otoño e invierno de mucha lluvia.
El río se desbordó, y la gente decía que había peligro en el pueblo. Y yo, de vez en cuando, me asomaba a la
esquina de aquella casa de la Calle del Río, por ver si había llegado hasta
allí el agua. Era como si algo de Lucrecia me perteneciera. El día de Navidad,
jugábamos en la esquina, pequeños y
mayores, en torno a una gran hoguera, cuando, al atardecer, y a punto de irnos
a la casa, apareció el larguirucho con una gran zambomba y un grupo de amigos
que en incesantes cánticos pedían el aguinaldo. Nada más verme se me acercó:
¡estás más guapa, María! ¿Y hasta cuando vas a estar aquí? ¿Te ha escrito
Lucrecia? ¿Sabes algo de ella? –le insistí como si nada de lo anterior me
importase. No, no me ha escrito, y eso será porque le va bien… Pero yo quisiera
saber en qué pueblo vive, y quisiera escribirle y… Si quieres –me interrumpió-
puedo preguntarle a Teresina, esa niña que vive también en la Calle del
Río. A lo mejor ella sabe dónde está
Lucrecia. Ya la buscaré yo.
No volví a ver al larguirucho, y mi regreso al internado fue doloroso.
Lloraba sin consuelo. Mi madre me repetía: es por tu bien, hija. Pronto iremos
a verte y pronto llegan otra vez las vacaciones. Algún día te alegrarás.
Recuerdo que aquella helada mañana de
enero, camino de la estación, el campo estaba cubierto de escarcha y, a pesar
de mi gran capa colegial, tiritaba tanto que mi padre, amigo del jefe de
estación, nada más llegar, me introdujo en un prosaico despacho en el que una
gran estufa de carbón piedra al rojo, era el mejor alivio para aquellos
escalofríos que me hacían rechinar los dientes.
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