Relax, proyectos e
ilusiones vacacionales, al volante de un lujoso automóvil, me dirijo a un
pueblo cercano. Al pie de una iglesia de
puertas abiertas y repleta de gente,
aparco. Sentada cerca del altar, con olor a nardos, recuerdos y nostalgias de
otros tiempos, me encuentro bien. Regreso, no obstante, pronto al presente de
mi coche que, con dos ruedas pinchadas, me aguarda. Y mi felicidad, proyectos e
ilusiones se tornan, súbitamente,
ansiedad, impotencia, súplica…
Y él, hombre de a
pie, grueso, colorado, sudoroso, se me acerca: No se apure, señora
–exclama-; ya mismo está su coche en
marcha. Bártulos en mano, tirado por el
suelo, unos minutos de silencio y… ¡Ea, ya está! –vuelve a exclamar,
limpiándose las manos-. ¿Ha visto usted? En mis ojos, unas sentidas lágrimas de
alegría y agradecimiento. Apenas digo algo. Él, hombre, prosaico, elemental...,
echándome un brazo por encima, me aprieta junto a su tosco y jadeante cuello.
¡Venga! ¿La llevo a su casa? ¿Se
encuentra bien? Recomponiéndome, contesto: ¡Ya se ha molestado bastante!
Gracias; estoy bien. Con la mirada y una
mano levantada, me sigue, hasta que me pierdo en el tráfico punta de la hora.
Al volante siento que el más sobresaliente
e impensado proyecto de mi vida me acaba de sorprender: El abrazo de
aquel inédito hombre, de un ser humano, sin más.
Abrazo, que al
finalizar el año, en el balance de recuerdos, encuentro y extiendo a mis
amigos/as como el más sentido y sencillo obsequio de este dos mil trece que se
nos apaga.
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