Lucrecia, amiga: si vives, si encuentras la botella-mensaje que aquel día arrojé al mar de la vida, sabrás que no, que jamás te perdí, que sigues viviendo en mí.
(Párrafo del capítulo II:
Vámonos! -exclamé cogiéndola por un
brazo que, ausente y abotagada, parecía perdida, lejana en la triste e
incompresible historia de su vida- ¡Aquí ya no hacemos nada! ¡Qué pena
de mi Miguel! ¡Qué pena! –repetía)
A lo lejos relampagueaba. Olía a tierra mojada y un aire fresco me hizo
respirar hondo, al tiempo que nos cruzábamos con mujeres enlutadas que entraban
al cementerio con sendos ramos de flores. Caminábamos sin palabras. Lucrecia
con la vista vuelta sin cesar hacia aquel lugar donde fueron arrojados los
restos de su hijo, suspiraba. y repetía: ¡Qué
pena de mi niño! Era bueno, era cariñoso… ¿Cómo fue? –pregunté en un intento de relajar la situación. ¿Qué le
pasó? Le entró una enfermedad mala en el colegio. Decían los médicos que era
una herencia y no hubo remedio. ¿Tienes otro, no? ¿Dónde está? ¿Cómo se llama?
Sí, es el hijo de Andrés, pero nunca lo
ha reconocido. Se llama Antonio y está en un colegio. ¡Es más guapo!
Los campos empezaban a verdear, y algunos precoces
pájaros emigrantes surcaban los cielos grises de aquella insólita mañana. A
punto estuve de preguntarle dónde vivía
y con quién, pero me limité a una
rutinaria oferta: ¿A dónde te
llevo? –pregunté con la puerta del coche abierta.
La vi titubear antes de contestar y como si estuviera
inquieta por algo: No me tienes que
llevar a ninguna parte. Yo me voy otra vez en el autobús. Quiero llegarme al
colegio a ver a mi Antonio. Casi por
compromiso, añadí: ¿Quieres venir a comer
a mi casa? Ahora vivo en un piso. ¡No,
no...! –se precipitó a contestar sin más comentarios- ¡Bastantes problemas os
he acarreado ya a Fernando y a ti. Eso
se acabó. No te preocupes; estoy bien. Os deseo todo lo mejor.
No quise añadir ni un ápice de dolor más a su
situación, contándole el fallecimiento de Fernando y mi estado actual de
soledad.
Y aquella
mañana, cuando nos despedimos y Lucrecia se alejó, tuve un fatal
presentimiento: No volvería a verla. Se perdió en la vorágine de tráfico de la
hora punta de la mañana en dirección a la parada del autobús. No obstante, por
el espejo retrovisor pude observar cómo cambiaba de rumbo y se reunía con un
hombre oscuro que le hacía señas a pie de una pobre moto.
Y yo recordaba aquella lejana tarde de vacación de jueves. Las calles del pueblo, húmedas
por el vaho del Guadalquivir, empezaban a ser oscuras, pegajosas,
nostálgicas... Pasos de arrieros, cabreros, aguadores que se simultaneaban en
un perezoso bullir de pregones por las esquinas….
Sí, Lucrecia,
mala hierba, hija del pecado, parto de una mujer de aquellas que se
ganaban la vida en la Calle del Río, vestidas con batas largas, que fumaban y
pecaban con los hombres y que daban a luz hijos sin padres, fue mi compromiso
precoz, y hasta osado, con la vida
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