Yo,
con un ligero escalofrío, tan sólo tres palabras: No te preocupes. El hombre
de gafas, en tono brusco, exclamó, encendiendo un cigarrillo: es en Columbarios; el ochenta. Y añadió:
¡Vamos, señoras! Y tras
aquella lúgubre comitiva, comenzamos a caminar en silencio, bajo los paraguas y tratando de que mediara alguna distancia. del sombrío
cortejo que se detuvo. Uno de los hombres, alzando la voz, exclamó en tono piadoso: ¡Mal asunto, señora! Estas cosas deberían
solucionarse de otra manera… ¡Mal asunto!
En los dos patios primeros, cerrados de
cipreses, apenas si se notaba la lluvia; sólo algunos goterones que caían arrastrando minúsculas
virutillas que se pegaban en las manos y se amontonaban en el suelo. Al entrar
al tercer patio, amplio recinto
de nichos y tumbas, una bocanada de aire y agua nos obligó a sujetar los paraguas con ambas manos y, como parapetos,
protegernos con ellos, perdiendo así de vista a los hombres que, tomando un
atajo, esperaban ya en Columbarios, un pasillo
tan estrecho que la humedad y el
frío se acentuaban hasta hacernos tiritar, al tiempo que un tupido de flores de
plástico se entrelazaba a fotografías,
lamparillas y marchitas coronas.
Los operarios dieron cuatro golpes, y la pared
de yeso se desplomó, cayendo al suelo y haciendo añicos aquella lápida donde
sólo se leía: Miguel, tu madre no te
olvida.
Después,
unos mazazos en seco sobre cuatro ladrillos y a la vista quedaron macabros restos de madera, telas... huesos.
Los hombres, sin escrúpulos, recogían con diligencia y amontonaban en un saco.
Unos instantes más y exclamaron sacudiéndose las manos: ¡Ea! ¡Listo! ¡Vamos para allá!
El cielo clareaba; había dejado de llover. La
comitiva inició el regreso. Uno de los hombres
rompió el silencio: Lo siento,
señora; estas cosas son así. El Ayuntamiento, o se paga, o al hoyo. Todos los
días la misma faena.
Lucrecia,
con una debilidad extrema, se agarró a mi mamo que estaba helada; la suya sudorosa. Lloraba sin disimulos y por
sus mejillas corrían lágrimas, mezcla de
potingues baratos que churreteaban su rostro.
Un
impresionante mutismo reinaba en aquel lóbrego ambiente. Lo único, el
persistente piar de pájaros y el silbo
del viento por las copas de los cipreses. Lucrecia y yo, conteniendo la
respiración, tuvimos que soportar la angustiosa y macabra rutina de arrojar
aquellos restos a una fosa común cuyo aspecto repugnaba, provocándonos incontrolables arcadas: Coronas deshechas,
tablas, huesos, lamparillas, fotos y un nauseabundo olor que, acentuado por la
humedad, hacía irrespirable el ambiente. ¡Vámonos!
-exclamé cogiéndola por un brazo que, ausente y abotagada, parecía perdida,
lejana en la triste e incompresible historia de su vida- ¡Aquí ya no hacemos nada! ¡Qué pena de mi Miguel! ¡Qué
pena! –repetía.
Sí, muy triste, como lo es esta historia, como puede ser la vida misma
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