Ya va
siendo hora, queridos hijos. de que
empiece a hablaros de este lugar al que, poco a poco, me voy acostumbrando. Mis
primeros días fueron como son siempre las primeras cosas: un poco difíciles y
extrañas. El ambiente aquí reinante está cargado de cierta fraternidad y
camaradería, que lo hace agradable y familiar. Lo que peor sobrellevo, y no
puedo hacer nada para remediarlo, es que esto sea una Residencia de ancianos.
Quiero decir de auténticos ancianos, que se resignan a serlo y a pasar el resto
de sus vidas esperando la muerte, entre recuerdos, añoranzas, críticas de las
monjitas, cuatro partidas de dominó o de
damas, y silencios, muchos y largos silencios. Silencios de afuera, porque, esa
máquina del pensamiento que anida en nuestro cerebro, trabaja sin pausas,
evocando tristes recuerdos, gritando que somos desvalidos, marginados,
solitarios..., haciendo emerger a nuestro semblante ese gesto que se advierte,
perdido como en un caos infinito. Aquel “ya, ¿para qué?” de tía Virtudes, se
descubre en nuestras miradas deambulantes, sin tener dónde posarse, porque
todo lo que queremos está tan lejos..., que escapa a nuestros ojos turbios y
cansados.
Ya
os dije y hoy os lo repito: yo no puedo permanecer así. La vida hay que
llenarla en su totalidad, incluida la vejez. No puede uno pararse a cierta
edad, pensando que ya todo está hecho. Quedaría incompleta una faceta de
nuestra vida. Hay que construir hasta que las fuerzas nos abandonen del todo,
porque si uno no está satisfecho de la juventud, si dejó cuentas pendientes con
el pasado y además abandona el escaso presente que nos queda, yo diría que está
ya muerto. De ahí que decidiera escribir estas cartas que os iré dedicando a
vosotros, mis hijos tan queridos, pero también a determinados amigos que lo
fueron y su presencia en mí vivirá el tiempo que yo viva.
No
quiero con esto decir que yo me pase la vida encerrado en mi dormitorio
escribiendo, o estudiando la forma de ser útil y necesario a una sociedad que
ya me ha recluido. No, no es eso, pero trato de escapar a la pasividad, al
conformismo, a esa forma de vegetar hasta el resto de nuestros días.
Sois
jóvenes, hijos míos, y creo que no habréis tenido tiempo de descubrir la frágil
naturaleza humana tan dada a la ligereza de opinión, tan presta a juzgar, tan decidida
a criticar... Es como un amasijo de rabietas infantiles que llevamos dentro y
que, de vez en cuando, aflora, confundiendo la grandeza de nuestro espíritu con
la pequeñez y debilidad de la materia.
Bueno,
suena la campana el primer toque para la comida, y eso quiere decir que os tengo que dejar por hoy. El jardín es una
alfombra de hojas de los plataneros. Madre Lucía vocea: ¡niños, a comer!
¿Niños? No me gusta que nos hablen de tú, no me gusta que nos llamen niños. Yo,
al menos, con ese trato me siento más viejo. Os quiero.
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