Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

29 ago 2014

ESCALOFRÍOS: Capítulo IV


(Final del capítulo anterior: ¿Qué significaba aquella especie de repugnante oruga amarillenta tatuada en su muñeca?)
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No pude ver con más detalles porque advirtiendo mi furtiva mirada, exclamó bajándose suavemente el puño de la camisa: ¡Se me ha pasado el tiempo volando! Es muy tarde. Vendré por aquí otro día. ¿No te importará que seamos amigos? Y no dejes de ponerte tu preciado perfume; aquí, aquí te lo dejo. Por supuesto, gracias –contesté con un intenso deseo de que desapareciera.
Lo acompañé hasta la puerta del ascensor con los ladridos de Eolo al fondo. Me estrechó la mano y sosteniendo la mirada unos instantes exclamó, esbozando una sonrisa: Eres muy niña todavía. De pronto, la imagen de aquel hombre se me volvió a difuminar pero esta vez,  en una especie de niebla que lo ensombrecía y transformaba, a mi me lo parecía, en dos hombres idénticos que me miraban desde unas pupilas húmedas y centelleantes, provocándome somnolencia y de nuevo turbación.
Lo despedí en la puerta y desaparecí por el pasillo casi a trompicones. No sabía qué me pasaba para  sentirme tan aturdida y torpe pero el reencuentro con Eolo fue lo más horrible que me ha sucedido en mi vida.  Estaba allí, sentado en medio de la cocina, pero no era mi perro, mi amigo, mi compañero...,  sino un descomunal perro negro con ojos muy brillantes que me miraban  con un no sé qué diabólico y amenazador. Sus brillantes pupilas eran un terrorífico acecho en el más tremendo silencio. Es más, parecía haberme hipnotizado porque era tal mi pavor que  me quedé paralizada sin poder dar un paso ni pronunciar una palabra. Mi primera intención, correr en busca de ayuda. Con la puerta del piso abierta para correr y  las llaves en las manos, decidí abandonar aquella idea. ¿Cómo explicar tan sorprendente historia? Regresé, como puede al salón. Aquel hombre no estaba pero allí quedaban sus palabras, sus miradas, sus halagos… 
Y allí, encima de la mesita, el bote de perfume. No me atreví a tocarlo. Nunca se me había pasado por la cabeza ni  una  sola  superstición, pero aquel perfume me provocaba pensamientos relacionados con la magia… hechicería. No lo toqué. Casi no lo volví a mirar. Corrí, no obstante al balcón. Deseaba comprobar que se iba  de verdad y que se iba lejos. Y lo vi arrancar un coche gris metalizado, estacionado  en la puerta cerca del atrio. Dos o tres personas que pasaban se detuvieron a mirarlo descaradamente, al tiempo que también elevaban la vista hasta mi balcón buscando respuestas a su intriga y curiosidad.

25 ago 2014

Escalofríos. Capítulo III


(Final del capítulo II: ¡Me mareo, me caigo, no puedo respirar)

¿Qué le sucede? No es nada. Tan sólo que el fuego, desde niña que viví una experiencia en casa de mis tíos, me provoca pánico. Me pareció  que había humo por la casa. Ya estoy mejor.  ¿Podemos tutearnos? –dijo-, porque, aunque no conociéramos nuestras caras, somos como viejos amigos
No me funcionaron los reflejos para contestar. Me sentía algo desconcertada e incluso violenta, al tiempo que  aquel súbito   malestar   persistía  y al tiempo  también que Eolo seguía gruñendo, cosa que me parecía un mal presagio. No obstante contesté, al fin, con aparente naturalidad: Por supuesto. Podemos tutearnos y permíteme que te pregunte algo. Lo que quieras. Puedes preguntar sin miedo que vengo preparado para el examen –contestó en tono jocoso-. ¿Cómo es que Ramón nunca me habló de ti? No me extraña. Hacía unos años que andábamos distantes por un mal entendido que debimos aclarar. Éramos compañeros y amigos de la facultad… Creo que anda por México, ¿no? Pues, no sé nada de él desde hace años. Me habló de tus experiencias paranormales. ¿No has pensado nunca que puedes ser una elegida, una privilegiada?  ¿Privilegiada de qué y por qué?   ¡Ay, ay! –exclamó-- ¡Qué niña eres! Hay ángeles de luz por el mundo, y tú, sin duda eres uno de ellos….
Sin darle mayor valor a tales comentarios, y evitando el destello húmedo de sus pupilas, me limité a sonreír. Estás muy sola  y  ése es, precisamente, el objeto de mi visita. Deseo ayudarte. No te he perdido del todo la pista, pero me decidí a venir por una especie de presentimiento. Quiero invitarte a al algo, a un encuentro que te va a gustar… En aquellos momentos mis relojes daban la musical hora. Instintivamente, se sacó un reloj de bolsillo y comprobó la suya.  Fue entonces, cuando pude ver, oculto con el puño de la camisa, un extraño tatuaje que  desentonaba  con su atuendo, con su edad…

22 ago 2014

Escalofríos / Capítulo II


(Final del capítulo I: Una etérea columna de humo violáceo lo envolvía al tiempo que se extendía por todo el salón y al tiempo que mis relojes parecían dislocados dando horas y más horas.)

Perpleja en el quicio de la puerta, sin saber la procedencia de tan extraña  y repentina visión, exclamé: ¡Hay humo! ¡Qué extraño! ¡Algún enchufe! Un momento, por favor;  voy a dar una vuelta por ahí dentro.
¿Humo? –preguntó, soltando la revista y  siguiendo con la mirada mis pasos-. Yo no veo nada, pero ¡mire, mire, si se queda más tranquila!
 Con gran ansiedad fui revisando habitación por habitación. Pero no había nada anormal. No obstante algo me confundía: las paredes, los muebles, todo lo veía distorsionado, desplazado, borroso, y los relojes, sin cesar de dar horas y más horas.  Me senté en la cama tan cansada y nerviosa que hasta el suelo parecía ser una ola grande que me impidiera caminar. Mis ojos, repentinas cataratas de culebrillas luminosas, no podían ver con lucidez. Me tomé el pulso y mis palpitaciones estaban disparadas. 
No sabía si llamar pidiendo socorro, acostarme o, sencillamente, volver y hablar con aquel extraño que, con tanta naturalidad, había tomado posesión de mi casa. A punto de desmayarme estaba cuando, los ladridos de Eolo, desde la cocina, me hicieron regresar, con gran dificultad, a la realidad.
Y efectivamente, todo estaba normal. La visión de humo violáceo había desaparecido, los relojes seguían marcando las horas con toda normalidad y aquel extraño hombre, de pie, junto al balcón, con las manos en los bolsillos, miraba atentamente el trasiego de la hora en el atrio de la iglesia. ¡Qué buen sitio tiene, Aurora! –exclamó- Yo diría que el mejor del pueblo. Desde aquí puede seguir los actos de culto, pero, ¡qué pálida está! –añadió al volverse frente a mí-. ¿Qué le sucede? ¿Acaso hay algún problema? ¿Se encuentra bien? Si quiere puedo traerle un vaso de agua. ¡Y a propósito! le he traído un pequeño obsequio; le gustará.
Y extrajo de un maletín un frasquito de mi perfume favorito. Antes de que me diera tiempo a decir una palabra, destapando el botecito exclamó: ¡No podía ser otro para alguien que es luz como usted!  Guardé silencio pero, al exhalar aquel  mi perfume favorito, de nuevo el humo violáceo nubló mis ojos de tal manera que no pude evitar repetir: ¡me mareo, me caigo, no puedo respira!