(Final del capítulo I: Una etérea columna de humo violáceo lo envolvía al tiempo
que se extendía por todo el salón y al tiempo que mis relojes parecían
dislocados dando horas y más horas.)
Perpleja en el quicio de la puerta, sin saber la
procedencia de tan extraña y repentina
visión, exclamé: ¡Hay humo! ¡Qué extraño! ¡Algún enchufe! Un momento, por
favor; voy a dar una vuelta por ahí
dentro.
¿Humo?
–preguntó, soltando la revista y
siguiendo con la mirada mis pasos-. Yo no veo nada, pero ¡mire, mire, si
se queda más tranquila!
Con gran ansiedad fui revisando habitación por
habitación. Pero no había nada anormal. No obstante algo me confundía: las
paredes, los muebles, todo lo veía distorsionado, desplazado, borroso, y los
relojes, sin cesar de dar horas y más horas. Me senté en la cama tan cansada y nerviosa que
hasta el suelo parecía ser una ola grande que me impidiera caminar. Mis ojos,
repentinas cataratas de culebrillas luminosas, no podían ver con lucidez. Me
tomé el pulso y mis palpitaciones estaban disparadas.
No sabía si llamar
pidiendo socorro, acostarme o, sencillamente, volver y hablar con aquel extraño
que, con tanta naturalidad, había tomado posesión de mi casa. A punto de
desmayarme estaba cuando, los ladridos de Eolo, desde la cocina, me hicieron
regresar, con gran dificultad, a la realidad.
Y efectivamente, todo estaba normal. La visión de humo
violáceo había desaparecido, los relojes seguían marcando las horas con toda
normalidad y aquel extraño hombre, de pie, junto al balcón, con las manos en
los bolsillos, miraba atentamente el trasiego de la hora en el atrio de la
iglesia. ¡Qué buen sitio tiene, Aurora! –exclamó- Yo diría que el mejor del
pueblo. Desde aquí puede seguir los actos de culto, pero, ¡qué pálida está!
–añadió al volverse frente a mí-. ¿Qué le sucede? ¿Acaso hay algún problema?
¿Se encuentra bien? Si quiere puedo traerle un vaso de agua. ¡Y a propósito! le
he traído un pequeño obsequio; le gustará.
Y
extrajo de un maletín un frasquito de mi perfume favorito. Antes de que me
diera tiempo a decir una palabra, destapando el botecito exclamó: ¡No podía ser
otro para alguien que es luz como usted!
Guardé silencio pero, al exhalar aquel
mi perfume favorito, de nuevo el humo violáceo nubló mis ojos de tal
manera que no pude evitar repetir: ¡me mareo, me caigo, no puedo respira!
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