(Imagen de Internet)
DOBLAN las campanas y esparcen un halo de muerte que cala a
golpes en el alma. Pero no habrá jamás muerte ni vacíos en mi casa porque el
amor no muere; es eterno. Y lo sé porque
la vida segada de los que amé se trueca paisaje de amapolas y trigales en las
mañanas, nueva luz al unísono de mis pasos. Pero, ¡mejor no dobléis, campanas!
Me traéis el recuerdo oscuro, sombrío de aquella niña que fui, escondida al
paso de cortejos fúnebres, espantada ante el osario allá, en el cementerio del pueblo.
¡Mejor no dobléis! Me traéis recuerdos de
aquella niña pendiente cada amanecer de vuestra voz siempre madrugadora a
entonar himnos de muerte.
¡Repicad a gloria! ¡Entonad, majestuosas,
himnos catedralicios a la vida! ¡Cómo se eleva mi alma imaginando el carillón
de una plaza cualquiera, al atardecer, cogida por la mano, en silencio de
palabras, en complicidad de almas!
Que por el universo se expanda el Aleluya de Händel,
el himno a la libertad de Verdi! ¡Necesito oírlos, aquí, ahora! No me asusta la
muerte si en ella hay campanas de
gloria, himnos de vida…
¡Qué rojo está el horizonte! Es el ocaso de un
día y la alborada del siguiente.
No, no temáis, queridos míos, no doblan por
vosotros las campanas. Tañen, sí, pero tan sólo son remos izados al viento que
no escucho. Vuestros pasos, sí, ramillete de sonoros gorjeos por la arena que
rompen la niebla espesa de este Ángelus crepuscular.
¡No dobléis, campanas y
echad a vuelo la lenta y musical hora de cada día!
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