Por un café, que era agua, una mujer discutió con el dueño del bar. El
hombre aireado exclamó: ¡Si no le gusta mi café por ahí encontrará otro! ¡Fuera
de mi establecimiento!
La mujer, muy humillada y molesta, se alejó
para no volver más a dicho lugar. Enterada de lo sucedido la esposa de aquel
hombre, una mujer educada, prudente y cariñosa, se dijo: Buscaré a tan buena clienta y le pediré excusas.
Un día de junio, recién abiertas las piscinas,
como si fuera una aparición, se encontraron en el agua nadando una junto a
otra. Hola –dijo la esposa del dueño del bar con una sonrisa infinita y en un
gesto de abierta y humilde comunicación-. Hola –contestó secamente la mujer ofendida y, braceando claramente hacia otra dirección,
se alejó dándole la espalda. Nada tengo
que hablar con esta mujer –se dijo-. Si
acaso cuando pase más tiempo.
Una
semana después, en una pescadería del barrio, comentaban la noticia: Se ha muerto
María, la del bar, de una
hemorragia, de un aborto, y... ¡La criatura tan pequeña que deja! ¡Y con lo
buena mujer que era!
Sobresaltada la mujer ofendida, y a pesar de la
claridad de la noticia, preguntó: ¿De
quién hablan...? ¿Quién ha muerto...?
¿María, la del bar: estaba embarazada y…?
Aquella mujer, a punto de desmayarse, corrió
lejos y, sentada en un bordillo, lloraba sin consuelo. No, no era tanto por su muerte, como por ella, por aquella culpa
que le pesaba hasta hacerle trizas el alma. La veía buscándola aquella mañana
en la piscina, la oía excusándose. ¡Pobre!
-se dijo- ¡Cómo debió sentirse con mi
orgullo y necedad!
Y aquella mujer se notaba como si hubiese
descendido a los mismísimos infiernos. Era como sentir todos los rigores, todos los castigos de un
Dios desconocido que, sin fuegos eternos, la torturaba, remitiéndola a la
tremenda impotencia, al inmenso dolor de no poder reparar el daño que aquel día
causó a un inocente ser humano. Hubiera dado cualquier cosa, hasta la vida
misma, por una ligerísima moviola que de nuevo le hubiera permitido situarlas
frente a frente. La habría abrazado con fervor, y aquella agradecida sonrisa,
desvanecida por su desprecio, quedaría para siempre sepultada en ese lugar del alma donde sólo habita la
luz blanca del amor.
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