Fragmento de mi novela El loquilo
Atardecía. El
camino, empedrado y sinuoso. A lomos de una vieja burra, propiedad de aquel
hombre rudo que me esperaba con obligación y respeto, cabalgaba en silencio.
El hombre, liado a la brida, fumaba y escupía. La
borriquilla, con su trote recalcón, me obligaba a hacer piruetas para mantener
el equilibrio.
No obstante aquel paisaje desolado que se extendía largo y
ancho ante mi vista, inundaba mis pensamientos, mis sentidos y todo mi ser como
algo que empezaba a ser la primera y única posesión de mi vida.
Una brisa fresca, vaho de paz de aquellos campos, relajó
mi espíritu y rejuveneció mi cansancio que empezaba a ser tan evidente que a
duras penas me sostenía sobre aquel pobre animal hecho a caminos de piedras y
fangos.
¡No me gusta este
aire, Manuel! -exclamó el hombre
en sonoro monólogo- ¡Arre burra que nos vamos a mojar!
Me fijé entonces en el cielo. Por las montañas, horizontes
de sombras, ya, relampagueaba. ¿Falta mucho? -pregunté aclarándome la voz de
varias horas de silencio. ¡Un tironzuelo! -exclamó por toda respuesta.
Mis equilibrios sobre la burra eran ya un claro dolor de
riñones, y los lejanos relámpagos del horizonte, una lluvia de rayos y truenos
que, como ecos que rodaran por el cielo, nos alcanzaban con prisa.
De un morral que llevaba sobre sus espaldas, el hombre sustrajo
un envoltorio. Tome -dijo-. Écheselo por encima. Siempre, ¡mejor que
nada...! Pero, ¿y usted?No se preocupe; estoy hecho.
Y bajo aquel tosco
e improvisado capote, me sentía latir el corazón con tal fuerza que me golpeaba
las sienes a borbotones.
El chaparrón asentó el polvo del camino.El chaparrón, en tonos grises de un cielo, casi noche ya,
levantaba los olores de la tierra que me embriagaban en un no sé qué cósmico y
casi divino. ¡La aldea! -exclamó el hombre- ¡Ahí la tiene usted!
Y a lo lejos, un puñado de casas sobre un carrete.
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