Algunas de mis obras más actuales
Buenos días, amigos, y feliz Día del Libro. Para hoy una lectura amena, sencilla y tal vez nostálgica.
LAS HUERTAS
¡Qué sueño
eran las huertas! Silencio, roto por el
murmullo del agua al caer por los arcaduces de una noria chiquita que,
lentamente, movía un borriquillo, dando vueltas, con los ojos tapados por una
burdo retal, alrededor de una alberca donde se lavaban hortalizas y dónde
muchos niños se bañaban en los veranos. Y qué agradable era pasear por entre
las planteras de tomates, pimientos, lechugas…
La huerta
era también nave de canastas,
herramientas y muebles destartalados que, no obstante, provocaban curiosidad y
cierta intriga como si algo más se escondiera tras aquellas ingenuas realidades que a simple vista se mostraban.
Lo que más
nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que en medio de la huerta se erguía gracioso.
Parecía un hombre de verdad, un hombre de palo: brazos erectos como si
fueran aspas de una maltrecha cruz, un viejo sombrero de paja, que le caía
tapándole un siniestro e inexistente rostro, bufanda de cuadros rechinantes,
que le llegaba hasta el suelo y chaqueta panda como la de un viejo payaso.
Gorriones.
Muchos gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban
del espantapájaros. Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran: ¡Cuidado!
¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de
perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña
explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la
tierra.
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos
pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca.
Y las huertas se convertían también en objetivo furtivo para los
pequeños que, siempre a escondidas del
hortelano, merodeábamos árboles frutales con la ilusión de lograr algo de resina que considerábamos
importante pegamento.
¡Bellas huertas de mi pueblo! En ellas, juegos, paseos, sueños…
Algunas tardes los paseos a la
huerta terminaban en melonares propios o de familiares, y lo primero, casi un
sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que salía al paso.
Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa fruta que era diestramente elegida y
repartida, a corte de navaja, por el diestro guarda.
No sé por qué me llenaban de misterio aquellas chozas. Me parecían
dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en ellas hubiera algo más que un
camastro y el asiento de una vieja silla, realidades que al comprobarlas, una y
otra vez, me dejaban triste.
Un día le contaba a mis nietos un cuento que empezaba así: Esto era
un hombre que sólo tenía una choza para vivir… ¿Qué es una choza, abuela? -me preguntaron con curiosidad- Cuando se lo
expliqué, a una, exclamaron: ¡Qué guay! ¿Hacemos una?
Posiblemente ellos, al igual que
yo, imaginaran algo más que la pobreza que aquel insólito cobijo ponía de
manifiesto, pero todo ello forma parte del arsenal de vivencias que fueron
marcando camino en mi infancia, y hoy sé que anduve y sigo, cual celoso
caminante, haciendo mi ruta diaria porque es cierto que se hace camino al
andar.
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