(Párrafo último del capítulo anterior: Las
últimas palabras que pude escuchar en mi huida fueron: ¡Mi madre es buena, hija
de puta!)
Siempre, sobre cada ser humano,
un haz de luz que nos envuelve.
Basta saber mirar para verlo-
Jadeaba, cuando llegué a mi casa. Me sentía en las sienes
latir el pecado. Me parecía que en la frente me habían crecido las palabras: mujeres
malas. ¡Pobre amiga! La dejé tirada con sus fantasías. La dejé con
nuestro pacto roto. ¿La dejé? No, no la dejé jamás; pero me
persiguió, desde aquel día, el miedo, ¡mucho miedo!
De mi encuentro con Lucrecia en el terraplén nadie, al
fin, se enteró por lo que transcurridos unos días, volví a buscarla en la casa
de Falange. Impaciente la esperaba pero transcurrieron semanas hasta que
nos encontramos de nuevo.
-¿Jugamos, Lucrecia, en mi jardín? Cuando mi padre se
vaya, te entro. En mi jardín hay caracolas reales, jazmines chinos, celindas…
¡Muchas rosas! ¡Muchos arriates!
-Pues, en el patio de mi casa hay macetas de geranios y
gitanillas, y hay una parra y un pozo, y un corral con gallinas y
conejos, y un laurel que casi llega a las nubes…
-En mi jardín hay fuentes, estatuas... Una, muy grande es
una mujer manca y desnuda.
-¿Una mujer desnuda? ¿Y tu padre la deja? Yo en el verano
duermo en cueros.
-Si quieres, la vestimos con una sábana, si quieres...
-No; me gusta más en cueros... Eso no es pecado. Además,
¡el cuerpo no es malo! Mi abuela dice que las tetas nos las ha dado Dios para
criar a nuestros hijos, Y mi abuela dice que los pecados son otras cosas. Yo
soy ya mujer. ¿Y tú? Y mi abuela dice que he sido mujer muy pronto pero yo no
quiero ser mujer, yo quiero mejor ser hombre. ¿Y tú qué prefieres?
-Me parece que prefiero ser mujer como mi madre…
-¡Claro! Como tu madre no se tiene que acostar con
hombres… ¡Claro como tu padre tiene dinero! En mi casa, siempre, siempre,
hace la comida mi abuela, y yo le ayudo a pelar patatas, y ya sé freír huevos.
-¡Vámonos, Lucrecia, a mi jardín! Te esconderé para que
no te descubra Juana, la cocinera. Entre las enredaderas estaremos a salvo; te
contaré el cuento del...
- Mejor nos vamos a mi casa. Allí no te va a pasar
nada; allí no hay chivatos. Verás qué buenas son mi madre y mi abuela –insistió
con tan humildes argumentos que no pude resistirme– Y el río está cerca pero no
pasa nada. No nos vamos a asomar. ¡Palabrita!
Casi flotaba, camino de aquella casa, ubicada en una
pobre calle tan cerca del río que daba miedo. Lucrecia, niña precoz en todo,
adivinó mis pensamientos:
-No te asustes; yo me baño en el río, y mi madre... Y ya
sé nadar, y dice mi abuela que a lo mejor me sale un novio con dinero y me
lleva a vivir a una casa grande y bonita como la tuya, pero a mí me gusta
ésta... Si no fuera por tantos hombres…
-¿Qué hombres? ¿Son malos? ¿Y por qué los dejáis entrar?
¿Son vuestros amigos?
-No, ¡qué va! Los odio y me tengo que bajar al sótano, pero
nos dan dinero…
Un patio limpio, enlosado. Geranios y gitanillas en flor
decoraban paredes y rincones, un pozo, mecedoras de lona, gatos, ¡muchos gatos!
que saltaban de un lado para otro, una frondosa parra y una mujer. Sí, su
abuela, estaba allí, sentada en una silla de anea, debajo de la
parra con una canasta llena de medias y calcetines que
zurcía sobre un huevo de madera que le servía de soporte. Alta,
arrugada, de sobresalientes pómulos con permanente de caracolillos en un pelo cano total, con grandes ojos perdidos en una extraña lejanía y una arcaica
distinción que se podía adivinar en su cuerpo erguido, a pesar de los años,
que seducía e inspiraba confianza y respeto, propietaria de aquel pobre
burdel.
-Esta es mi amiga, abuela, la que te dije,
la del médico, María.
Levantó la mirada. Sus grandes y profundos
ojos se clavaron en mí y con una desafiante serenidad y una evidente voz
aguardentosa, dijo:
-¿Sabe tu padre que has venido?
-No, no lo sabe, pero no se va a
enterar –contestó Lucrecia con total rotundidad-; aquí no hay chivatos.
-Pues, anda, dale pan y
chocolate y que se vaya. Tu madre ha dejado la merienda en la cocina
-¿Que está con el Borgio? Cuando sea mayor
lo mato por pegar y dar voces a mi madre.
-¡Despide a tu amiga y bájate al sótano! -exclamó la abuela con unas lágrimas en los ojos.
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