Tan solo fue una nubecilla que se cruzó en mi camino
No quiero
molestar contando esta noche mi estado de ánimo, pero he decidido hacerlo
porque, cuando alguien me confiesa que no saber qué hacer de lo mal que se
siente, yo le recomiendo que lo peor de todo es sumirse en la
inercia total y dejar que los sentimientos tristes,
pesimistas y nostálgicos nos lleven directamente a la depresión.
Son las doce de la
madrugada. Leo unos poemas de Pablo Neruda. De vez en cuando, oigo petardos por
mi Avenida. En mi salón, un sencillo Belén con muchas lucecitas de colores,
libros y más libros, estanterías en las que ya no cabe ni una hoja de papel, mi
cuadro del Corazón de Jesús que siempre me mira.
Repentinamente me siento un
malestar que me crece por momentos y que es una especie de dentera que se me
extiende por la piel, provocándome un extraño e insoportable dolor. Bebo unos
sorbos de agua y noto un intenso sabor a lejía, sabor como a jabón verde que me
seca la boca. Cierro los ojos y trato de relajarme, pero no sé qué sucede que
siento como una bola gigante, muy gigante, rueda hacia mí, tapando edificios,
oscureciendo a su paso toda luz y una tremenda ansiedad me inunda: me la tengo
que tragar sin remedio.
Siento un pánico que
me inmoviliza y en mis adentros se crecen y repiten las mismas palabras: ¡no
puedo, no puedo! ¡Quiero morirme y quitarme de esta angustia y sufrimiento!
¿Morirme? Si, cerrar los ojos y dormir eternamente, pero, ¿y si me entierran
viva? Tengo miedo a convertirme en polvo, en nada, miedo a sentir la
humedad, la oscuridad, la soledad… No sé qué hacer. Estoy convencida de que me
estoy muriendo. ¿Llamo a mis hijos? ¿Y qué les voy a decir que me sucede? ¿Qué
me tengo que tragar, para descansar, una bola tan grande como el mundo? ¿Qué me
estoy muriendo? No, no los llamo. No quiero que sufran. Me voy a la cama y que
sea lo que Dios quiera. Y le digo adiós a las paredes de mi casa, testigos de
tanta vida, y le digo adiós a mi Avenida, testigo de mis noches de insomnio y
de mis gloriosos amaneceres, y, como puedo, salgo a la terraza y le digo adiós
a mis lindas plantas, y dejo besos en el aire para mis hijos, nietos, amigos…
Me entrego al sueño, rendida, agotada, mareada…
Y hoy copio de mi iPad dónde
escribí anoche. Me despertó puntualmente mi despertador a las cinco de la
madrugada. ¡Seguía viva! La bola gigante había desaparecido. Di gracias a Dios,
a mi despertador y a mí misma por haber sido capaz de escribir anoche, en medio
de una experiencia de muerte torturante que no deseo a nadie. Y esta madrugada
el cielo estaba radiante de luz. Todo fue una nubecilla que se cruzó por mi
mente.
Y esta historia es real y
tiene una explicación porque no es la primera vez que me sucede. Contaré otro
día a qué conclusión hemos llegado psicólogos y yo mismas sobre el
significado de la bola gigante que me tengo que tragar.
Pero hago pública esta
experiencia por si alguien sufre algo parecido que, al menos, coja un papel y
garabatee. Jamás deje que la "bola" que sufre se apodere de él
o de ella. Sí se puede.
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