(Esta carta, dedicada a mi hija hace años, la encontré ayer entre centenares de artículos en centenares de carpetas. Para mí sigue siendo actualidad y es por ello que se laofrezco a mis lectores con carió y respeto.)
Me quiero limitar a contar esta increíble canción a la vida que, tú, hija mía
entonaste en tu gran pérdida, en tu inmenso dolor:
¡los hijos sí que valen la pena!
La noticia me la diste, querida hija, explosiva, radiante... Exclamaste: ¡Estoy otra vez embarazada! Ya es seguro. Nacerá en febrero y si es niño le llamaré Javier y si es niña, Isabel, Blanca o… ¡me da igual tener otro varón! Lo que quiero es que nazca bien, sin problemas, sin defectos… ¿Te alegras, mamá? Ya mismo vas a tener otra compañía. Ya mismo tenemos que preparar la ropita, la cuna, el cochecito…
¡Qué torbellino de ilusiones derrochabas en tus palabras! ¡Cuántos sueños hermosos orlaban tu preciosa cara de niña todavía! ¡Qué delirio de futuro enarbolabas feliz y orgullosa! Y yo, ¿cómo no alegrarme? ¿Cómo no abalanzarme a tu cuello y comerte a besos? ¡Mi pequeña de hace nada! Mi niña de grandes ojos marrones, temblorosa, asustada por el vuelo de un palomo que le arrebató una miaja de pan de su manita de casi bebé! ¡Mi dulce y bondadosa hija! ¿Cómo no aplaudir y aprobar tu decisión de ser madre por segunda vez? La noticia fue fiesta para todos lo que te queremos. En torno a ella organizamos reuniones familiares, comidas y salidas extras. Mi chiquitín, con sus dos años recién cumplidos te colocaba la mano en el vientre y a media lengua exclamaba: ¡Nene!, y tú, emocionada, invariablemente, repetías: es un hermanito. Y con los rigores del verano, nos desplazamos al apartamento de la playa. Te bañabas, te divertías contando historias del futuro hermanito a tu pequeño que se dormía al sopor de tan tiernas y cálidas narraciones.
Entre tanto tu cuerpo sutilmente comenzaba a acusar rasgos de maternidad que se acrecentaban por días, así como por instantes crecían ilusiones y esperanzas. Una tarde, jamás lo podré olvidar, te alejaste de la playa: Voy a buscar un teléfono para llamar al médico que quiero hacerle una pregunta. Cuida del niño. Ya mismo vengo.
Anochecía. Mi impaciencia crecía por momentos, y mis ojos fijos en la lejanía de la playa por donde te vi desaparecer, me dolían de esperarte. Algunos veleros surcaban el sonrosado horizonte, y los último, pequeños bañistas, se daban prisa a recoger cubitos y palas. Fue entonces cuando me sorprendiste por detrás. Tu rostro estaba pálido, demudado… ¿Qué te pasa? ¿Por dónde has venido que no te he visto? ¿Qué sucede? ¿Por qué has tardado tanto? Con lágrimas, mal contenida susurraste: Tengo que hacer reposo absoluto. Puede ser que tenga principio de aborto; he vuelto en taxis.
¡Qué quince días más largos, inmóvil en aquella cama, hecha para trasnochar, para ser ocupada solo y justo lo indispensable en descanso joven de noches de verano. Por tu cabeza, yo lo sé, se alternaban fantasmas, miedos y horrores con imágenes bellas de aquel hijo no nacido pero que palpitaba en tus entrañas con nombre propio, con cuna , con besos y abrazos esperando su llegada al mundo, con el ilusionado aplauso de todos. Y sé que en tus largos silencios, simulando sueño, en monólogo interior, le insuflabas ánimos, ganas, coraje de vivir, vencer a las dificultades de su nacimiento, y sé que te conjurabas para no decaer, para no admitir ni un ápice, ni un atisbo de derrota.
Pero la naturaleza dijo no y los esfuerzos, y los empeños de todos, aunados en la búsqueda de soluciones fueron inútiles. Todavía tiemblo al recordar aquellas horas. Mientras tu vida peligraba por una complicación aparecida en el quirófano, yo madre que te engendró, que te trajo al mundo, rota de dolor, medio derrumbada en un pasillo, por primera vez en mi vida, dejé paso a una interrogante: ¿Vale la pena tener hijos, si hay que vivir momentos de tanto sufrimiento?
Cuando al fin pasó todo, cuando ansiosamente pude verte, tú mi niña, en infinito silencio, llorabas, mientras en un leve balbuceo, apenas perceptible, repetías: ¿Por qué, mamá, por qué? ¡Qué pena de mi hijo! ¿Podré tener pronto otro?
Y sentí vergüenza de mi egoísta interrogante, porque tú evidenciabas, eras todo un himno a la vida, y eras mi hija, mis más maravillosa creación. ¿Qué habría sido de mí sin ti, sin tus hermanos, si mi familia?
Y no entro en más cuestiones. Me quiero limitar a contar esta increíble canción a la vida que, tú, hija mía entonaste en tu gran pérdida, en tu inmenso dolor: los hijos sí que valen la pena.
1 comentario:
Son momentos muy duros, lo se por experiencia. Pasé ese trance tres veces y aunque tengo cuatro hijos muchas veces pienso como serian esos tres que no llegaron a nacer? Un abrazo.
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