Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

3 dic 2013

Confesiones Diez. Extraño suceso


Queridos amigos/as que seguís este Blog: tranquilamente y tratando hasta el máximo de distanciarme de los hechos, vuelvo con nuevos capítulos de mis Confesiones, y lo hago más que nada por los muchos email recibidos pidiéndome que continuara. El capítulo nueve sigue en el Blog por lo que es posible retomar esta lectura. 
Repito que todo es real, experiencias de mi paso por la vida y sus rutinas, bastantes complejas por cierto.

Y el sol, en bello crepúsculo, sigue, 
y yo feliz lo fotografío para mí y para mis lectores. 

Mi estancia en casa de Justa se me hacía cada día más compleja. Los días que el marido rondaba por allí, prácticamente, vivía en el aula. Me llevaba algo de comida y allí permanecía hasta la noche y siempre rodeada de niñas  y atendiendo peticiones de los mayores.
Una tarde, dos mujeres me comentaron algo que me dejó perpleja: La María, la hija de Ana, la que murió hace poco… Sí, -dije- es una alumna que ahora no viene a la escuela, ¿qué le sucede? Pues que dicen que se  le aparece una mujer con el cuerpo de humo. ¡Aquello es una feria, señorita!  Viene gente hasta de los alrededores. Dicen que es la Virgen y que, como la pobre niña vive sola… ¡Qué disparate! –exclamé-. Es la primera noticia que tengo. Pues, si quiere vaya por la tarde sobre las ocho; es la hora.  
La historia de aquella insólita aparición y, sobre todo, el saber que se trataba de una alumna, de una niña, me llevó rápidamente a una decisión: aquella misma tarde iría a verla. Y, puntualmente, acudí.  Efectivamente, aquello era una auténtica  verbena. Allí, rodeando la casa de María un ejercito de piedades: gente con mecedoras que cantaban y rezaban rutinarias Avemarías, carrillos de inválidos, pancartas en las que se leía: Sálvanos, Virgen María, algún que otro puesto de estampas y escapularios, fotógrafos y hasta algún periodista.
No podía comprender cómo todo aquello llevaba tiempo  sucediendo a dos pasos de mi escuela y yo sin saberlo.  Por lo general, las alumnas  comentaban todo lo que sucedía en el barrio pero sobre aquello, ni palabra
Aquella tarde, mi presencia,  entre el maremagno de fervores y morbo, fue evento más que sumar a las muchas y grandes expectativas allí concentradas, pero mi intención irrevocable y tal vez osada, dictaba mucho de ser la guinda de aquel  espectacular montaje: quería ver a la niña, hablar con ella, ayudarle...
No  fue difícil mi cometido. En unos instantes, el padre y yo nos apresuramos en saludos. Era el herrero del pueblo, un hombre obeso, de cuello corto, de pelo cano, de pequeñísimos ojos azules que medio se perdían entre la bisera de una mustia gorra. ¡Pase, pase, señora!  -exclamó en una medio reverencia, al tiempo que se limpiaba el sudor del cuello. Perdone –me excusé- que me haya presentado así, pero... No hay nada que perdonar –me interrumpió-. Me siento muy honrado con su presencia.  ¡Pase, pase!
Sentada sobre  una cama de hierro con perinolas doradas estaba la pequeña de no más de doce años. Con la cabeza entre las manos parecía sumida en una total ausencia.  Me acerqué a ella y le acaricié el manto sedoso que resultaba ser su larga cabellera rubia. Se incorporó y pude ver  la palidez de su rostro, y unos grandes ojos que, como si  pidieran clemencia, quisieron sonreírme. Me senté a su lado y le cogí una mano. Estaba fría, helada... Ya va a ser la hora -dijo el padre, consultando un reloj de bolsillo- No tengas miedo. Acércate al espejo ya. Yo me encargo de comunicar lo que te vaya diciendo la señora.
Como si fuera un robot, la niña se levantó y caminó unos pasos hasta colocarse delante del espejo de un gran armario ropero. Temblaba, le rechinaban los dientes y unas gotitas de sudor comenzaron a brotar de su frente.  Ya viene -susurró-,  ya la oigo, ya está aquí…  Dice que tengo que ir con ella. ¿A dónde? –le dije tratando de conocer que era todo aquello- Pregúntale que  adónde quiere llevarte.
Sin respuesta alguna, la niña comenzó a caminar, cogida de mi mano, hacia la puerta de la calle donde el silencio de la gente era sepulcral.
 En total mutismo, y expectación, seguidas de aquel tropel de gente, llegamos al río, bastante próximo a la casa. La pequeña, como sumida en un profundo sueño, ni tan siquiera parpadeaba. Caminó, y yo con ella,  hasta llegar a la orilla y, una vez allí, siguió avanzando dentro del agua que, en un instante, nos cubrió hasta la cintura, al tiempo que una exclamación unánime rompió el silencio: ¡La Virgen, la Virgen se la quiere llevar!
Sin esperar más y abrazándome a ella la zarandeé,  repitiendo su nombre: ¡María, María, mírame! Estoy contigo; soy tu maestra…
Como si regresara de una profunda pesadilla, la pequeña  rompiendo a llorar, sin cesar repetía: ¡Quiero irme con mi madre! ¡Quiero estar con mi madre! ¡Mamáaa, mamáaa..! La gente repetía: ¡Pobre niña! No era la Virgen; estaba poseída por el espíritu de su madre.
La acompañaba a su casa, entre la gente que se dispersaba defraudada, cuando en medio de aquella medio multitud, descubrí al hombre de negro que me miraba y sonreía. Me apresuré, sin soltar a la niña. Hasta llegar a su casa. Era yo, entonces, la que temblaba, temía, la que no podía entender nada. Permanecí allí hasta bien entrada la noche. Un vecino se ofreció a acompañarme a casa de Justa. En aquel descampado no había un alma. Alguna que otras luces de casas encendidas. Una gran duda me asaltó: ¿había visto allí de verdad el hombre de negro o también yo había sufrido una alucinación?

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