Queridos amigos/as que seguís este Blog: tranquilamente y tratando hasta el máximo de distanciarme de los hechos, vuelvo con nuevos capítulos de mis Confesiones, y lo hago más que nada por los muchos email recibidos pidiéndome que continuara. El capítulo nueve sigue en el Blog por lo que es posible retomar esta lectura.
Repito que todo es real, experiencias de mi paso por la vida y sus rutinas, bastantes complejas por cierto.
Y el sol, en bello crepúsculo, sigue,
y yo feliz lo fotografío para mí y para mis lectores.
Mi estancia en casa de Justa se me hacía cada día más compleja. Los días
que el marido rondaba por allí, prácticamente, vivía en el aula. Me llevaba
algo de comida y allí permanecía hasta la noche y siempre rodeada de niñas y atendiendo peticiones de los mayores.
Una tarde, dos mujeres me comentaron algo que me dejó perpleja: La María, la hija de Ana, la que murió hace poco… Sí, -dije- es una alumna que
ahora no viene a la escuela, ¿qué le sucede? Pues
que dicen que se le aparece una mujer
con el cuerpo de humo. ¡Aquello es una feria, señorita! Viene gente hasta de los alrededores. Dicen
que es la Virgen y que, como la pobre niña vive sola… ¡Qué disparate! –exclamé-. Es la
primera noticia que tengo. Pues, si quiere vaya por la tarde sobre las ocho; es
la hora.
La
historia de aquella insólita aparición y, sobre todo, el saber que se trataba
de una alumna, de una niña, me llevó rápidamente a una decisión: aquella misma
tarde iría a verla. Y, puntualmente, acudí. Efectivamente, aquello era una auténtica verbena. Allí, rodeando la casa de María un
ejercito de piedades: gente con mecedoras que cantaban y rezaban rutinarias
Avemarías, carrillos de inválidos, pancartas en las que se leía: Sálvanos,
Virgen María, algún que otro puesto de estampas y escapularios, fotógrafos
y hasta algún periodista.
No
podía comprender cómo todo aquello llevaba tiempo sucediendo a dos pasos de mi escuela y yo sin
saberlo. Por lo general, las
alumnas comentaban todo lo que sucedía
en el barrio pero sobre aquello, ni palabra
Aquella
tarde, mi presencia, entre el maremagno
de fervores y morbo, fue evento más que sumar a las muchas y grandes
expectativas allí concentradas, pero mi intención irrevocable y tal vez osada,
dictaba mucho de ser la guinda de aquel
espectacular montaje: quería ver a la niña, hablar con ella, ayudarle...
No fue difícil mi cometido. En unos instantes,
el padre y yo nos apresuramos en saludos. Era el herrero del pueblo, un hombre
obeso, de cuello corto, de pelo cano, de pequeñísimos ojos azules que medio se
perdían entre la bisera de una mustia gorra. ¡Pase, pase, señora! -exclamó en una medio reverencia, al tiempo
que se limpiaba el sudor del cuello. Perdone –me excusé- que me haya
presentado así, pero... No hay nada que perdonar –me interrumpió-. Me siento
muy honrado con su presencia. ¡Pase,
pase!
Sentada
sobre una cama de hierro con perinolas
doradas estaba la pequeña de no más de doce años. Con la cabeza entre las manos
parecía sumida en una total ausencia. Me
acerqué a ella y le acaricié el manto sedoso que resultaba ser su larga
cabellera rubia. Se incorporó y pude ver
la palidez de su rostro, y unos grandes ojos que, como si pidieran clemencia, quisieron sonreírme. Me
senté a su lado y le cogí una mano. Estaba fría, helada... Ya va a ser la hora -dijo el padre,
consultando un reloj de bolsillo- No tengas miedo. Acércate al espejo ya. Yo
me encargo de comunicar lo que te vaya diciendo la señora.
Como
si fuera un robot, la niña se levantó y caminó unos pasos hasta colocarse
delante del espejo de un gran armario ropero. Temblaba, le rechinaban los
dientes y unas gotitas de sudor comenzaron a brotar de su frente. Ya viene -susurró-, ya la oigo, ya está aquí… Dice que tengo que ir con ella. ¿A dónde? –le
dije tratando de conocer que era todo aquello- Pregúntale que adónde quiere llevarte.
Sin
respuesta alguna, la niña comenzó a caminar, cogida de mi mano, hacia la puerta de la calle donde
el silencio de la gente era sepulcral.
En total mutismo, y expectación, seguidas de
aquel tropel de gente, llegamos al río, bastante próximo a la casa. La pequeña,
como sumida en un profundo sueño, ni tan siquiera parpadeaba. Caminó, y yo con
ella, hasta llegar a la orilla y, una
vez allí, siguió avanzando dentro del agua que, en un instante, nos cubrió
hasta la cintura, al tiempo que una exclamación unánime rompió el silencio: ¡La Virgen, la Virgen se la quiere llevar!
Sin
esperar más y abrazándome a ella la
zarandeé, repitiendo su nombre:
¡María, María, mírame! Estoy contigo; soy tu maestra…
Como
si regresara de una profunda pesadilla, la pequeña rompiendo a llorar, sin cesar repetía: ¡Quiero
irme con mi madre! ¡Quiero estar con mi madre! ¡Mamáaa, mamáaa..! La gente repetía: ¡Pobre niña! No era la
Virgen; estaba poseída por el espíritu de su madre.
La acompañaba a su casa, entre la gente que se
dispersaba defraudada, cuando en medio de aquella medio multitud, descubrí al
hombre de negro que me miraba y sonreía. Me apresuré, sin soltar a la niña.
Hasta llegar a su casa. Era yo, entonces, la que temblaba, temía, la que no
podía entender nada. Permanecí allí hasta bien entrada la noche. Un vecino se
ofreció a acompañarme a casa de Justa. En aquel descampado no había un alma.
Alguna que otras luces de casas encendidas. Una gran duda me asaltó: ¿había
visto allí de verdad el hombre de negro o también yo había sufrido una
alucinación?
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