(Con un entrecortado balbuceó repitió: mi abuela
murió hace tiempo; murió...)
No
lo sabía; lo siento. Los estudios me
tienen alejada de todo… ¡Murió, murió…! –seguía repitiendo, y esta vez en una
especie de ausencia y desencanto
absoluto. Casi de forma robótica me levanté y senté junto a ella que permanecía
con la caracola entre las manos. ¿Por
qué lloras? ¿Te pasa algo? ¡No, no te preocupes! -exclamó, sacándose del
bolsillo un pañuelo amarillo despintado y limpiándose los ojos que chorreaban
pintura-. estoy bien; echo de menos a mi abuela. ¿Cómo estás tú? –preguntó en
un intento de evadir algo que pudiera delatar más de lo que deseaba-. Yo sé cómo te puedes sentir. tu madre siempre
fue una señora muy buena.
También
yo, al referirse a mi madre, noté una
gran opresión en la garganta que me impedía seguir hablando, y algo hizo
sentirme en aquel momento hermanada con Lucrecia, porque instintivamente, le
eché un brazo por encima, propiciando así el fuerte abrazo que ella, sin duda,
deseaba y al que yo me había resistido.
Nuestro
abrazo fue largo, denso, auténtico baño de lágrimas sin palabras, y auténtico
reencuentro de nuestra amistad. Un
simple golpecito de algo que caía nos devolvió, en gestos mutuos de
complicidad, al recinto de aquel recibidor impregnado del perfume barato y
pegajoso que proyectaba Lucrecia.
A
pesar de lo rápida que fue para recoger del suelo un pequeño paquete, pude ver
que se trataba de un bocadillo. Sin disimular mi extrañeza, pronuncié torpes
palabras que Lucrecia mal esquivó: me dijo Luis que te ibas a casar con un
hombre rico… Ésa es una larga historia sin importancia; ya sabes como he
pensado siempre… ¡Tonterías! Bromas que le doy al larguirucho.
Y cambiando gesto y conversación, a fin de
evitar el tema de su vida, exclamo: estás muy guapa… Y tú, ¿tienes novio? No,
no tengo novio. Solo tengo tiempo para estudiar. Me estoy haciendo médico… ¿Médico?
¡No me lo puedo creer! ¡Pero si siempre has sido una cobardita! A lo mejor he
dejado de serlo, pero, dime; ¿de qué vives? ¿A qué te dedicas? Cuido a mi tio
abuelo. Tiene una buena pensión y olivos… Estoy bien; tranquila.
No
obstante, aquel bocadillo no se apartaba de mi vista ni de mis malos presagios.
¿Quieres quedarte a comer? ¡Anda! –exclamó- ¡Para qué si tu padre me ve! No te
preocupes; tengo el billete de vuelta y me queda poco tiempo.
Al
despedirnos algo muy profundo había
vuelto a resucitar en mí con respecto a
Lucrecia. Y de ahí mi promesa de visitarla en cuanto pudiera: iré a verte. Tan
pronto como pueda te hago una visita; te la debo. Tal vez este verano…No, no me
debes nada –me interrumpió-. Además, puede que no estemos en el pueblo. Mi tío
abuelo quiere que vayamos a no sé dónde
en los viajes esos de los viejos…
Las
palabras de Lucrecia me alarmaron: era seguro que no quería que la visitase, y
era seguro que no me había dicho la verdad acerca de su vida. Y casi temblando
como llegó, me abrazó en una rápida despedida que quiso relajar en una forzada
sonrisa: me llevo la caracola, y ¡que no se oye el mar, ni se oyen los pasos de Dios, y la Virgen es
un palo...! –rompió en una loca carcajada y tratando de relajar el momento. Eran las polillas de tu cabeza, pero te oigo a ti
cada noche cuando la caracola duerme debajo de mi almohada. Bueno, es tarde -exclamó comprobando un
pequeño reloj de pulsera-; tengo que irme. Un nuevo y largo abrazo, cuajado de
lágrimas, fue como un regreso silencioso al pueblo, a la Calle del Río, a
nuestros encuentros prohibidos, a nuestras madres, a su abuela...
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