Terminé
mi carrera de medicina, y Lucrecia había vuelto a ser olvido, tras renovados
aplazamientos. Los estudios, la atención a mi padre en vacaciones, sobre todo,
y razones, la mayoría sin fundamento, que me daba. Pero un día, en un viaje a
Córdoba, al pasar en taxis por la parada
de un autobús, me pareció ver a Lucrecia con un pequeño en brazos. El corazón
me dio un vuelco, al tiempo que una gigantesca interrogante me corría más que aquel
coche que no tuve coraje de detener: ¿Era o no era ella? Cuestión que
por otra parte me contestaba con tremendo remordimiento: Sí, ¡claro que era
ella! Pero, ¿quién podía ser aquel niño? ¿Y por qué no me había llamado o
visitado? Tal vez, y era lo que me
parecía más seguro, Lucrecia ocultaba cosas que ya intuí el día de su
visita.
Una
mañana, era el mes de septiembre, decididamente, y si previo aviso, me desplacé
al pueblo de su tío abuelo: necesitaba verla, quería saber... Eran demasiados
los remordimientos, las dudas, los reproches que me hacía.
En
una pequeña plazoleta detuve mi recién estrenado coche, regalo de mi padre al
terminar la carrera. Saqué el papel que
me dio el larguirucho, bajé la
ventanilla y pregunté al viandante más cercano, un hombre de aspecto rudo que
con las manos en los bolsillos de un largo blusón, me observaba: por favor, ¿la
Calle Larga? ¿La Calle Larga? ¿A quién busca usted allí? El hombre de los
muertos murió hace tiempo y... No sé de
lo que me habla –interrumpí-. Busco a una amiga: Lucrecia.
El
hombre, con evidente extrañeza, y muy pausadamente encendió un cigarro antes de
pronunciar palabra y sin dejar de mirarme de arriba abajo. Al fin,
aproximándose a la ventanilla, exclamó: ¡con que q busca a ésa! Ésa tiene nombre, señor
–contesté algo molesta-: se llama Lucrecia. Pues, eso será para usted; aquí la conocemos por la medusa, una
puta de mucho cuidado; se cargó al Silverio y, ¡vaya forma! Yo que usted daría
la vuelta, pero, si se empeña, a la
salida del pueblo, por esta calle abajo –me indicó-. Allí verá la Casa de los
Muertos; no tiene pérdida. Una calleja, usted la verá, pero allí no puede
entrar con el coche; mejor lo aparca por aquí, y tenga cuidado que esa casa
está maldita.
Y con el tiempo, mis pesquisas y, sobre todo,
por lo que pude ir sonsacando con grandes dificultades a Lucrecia, pude reconstruir su legendaria y
escalofriante aventura en aquel lugar, con aquel hombre y en aquellos años,
aventura que no puedo pasar por alto, ya
que marcó en mi vida un antes y un después
con respecto a mi relación con Lucrecia.
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