Y sí; mi madre la recibió con
cariño. Le dio la merienda, y le regaló
un vestido de los míos, unos zapatos y
libros de cuentos.
Cuando a las seis de la tarde, y
mientras sin cesar y sin miedo, jugábamos,
le mostraba mis rincones favoritos en el jardín, y le descubría mis
tesoros, piedrecillas de colores, pétalos de rosa en alcohol… volvieron a doblar las campanas, y Lucrecia, que se
había mostrado contenta en nuestros permitidos juegos, como paralizada
repentinamente, exclamó:
-Ya se llevan a mi madre, pero el cura
no quería, y mi madre era buena. Me voy corriendo; quiero darle otro beso.
Mi madre, que era también buena, la
sujetó:
-Tú madre –le dijo- está ya con Dios.
Lo único que puedes hacer por ella es rezar.
Y sus ojos llenos de lágrimas eran
expresión viva de un a mezcla de dolor, ingenuidad y picardía.
Entre
dientes, y casi a mi oído, repetía:
-A
ese hijo de puta lo mato yo un día; le pegaba a mi madre, y yo sé que se ha
muerto por su culpa
Al
caer la tarde, la acompañé hasta la esquina; le había prometido a mi madre que
de allí no pasaría. Y vi. cómo se perdías por aquel callejón negro, de la Calle
de Río, más negro que nunca, más siniestro, más solitario….Más huérfano para
Lucrecia..
Tras la muerte de su madre,
nuestra amistad se intensificó, si bien siempre en encuentros fortuitos y
clandestinos. Cada día al oscurecer, cuando la gente acudía a la Iglesia
al rezo del rosario, nos encontrábamos allí, en un poyete de la plaza,
escondido bajo las viejas ramas de un gran naranjo. Lucrecia, con un lazo negro
en la manga, parecía más abandono, más soledad. Un día me dijo: A lo mejor
nos vamos a vivir a otro sitio. Mi abuela no tiene dinero ni puede ya trabajar.
Dice que a lo mejor por ahí puede ser criada o que a lo mejor nos vamos a
vivir con su hermano Rogelio que tiene dinero
No hay comentarios:
Publicar un comentario