Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

2 oct 2017

Mi amiga Prostituta: Capítulo IV

(Final de la pág. anterior: Al salir, escuche unos gritos contenidos, y escuché a Lucrecia, una vez más repetir: ¡A ese lo mato yo!)
En ese mismo instante un hombre alto, rubio, con una cicatriz en la frente, bien vestido y abrochándose la correa salió de una de aquellas habitaciones. ¡Vaya! –exclamó- ¡Si está aquí la putilla Borgia! Últimamente te veo poco… Ya se va –se apresuró a contestar la abuela puesta en pie-. Ha venido con esta niña pero ya se iban. ¡Bueno, bueno! –volvió a exclamar, agarrándola de una trenza- Ya nos veremos; estás cada día más guapa.
Corrimos hacia la calle, al tiempo que  Lucrecia, soltándome la mano, se refugiaba en un oscuro  sótano sin dejar de repetir entre dientes: ¡Hijo de puta, hijo de puta!
El pan y el chocolate se me cayeron de las manos al correr. Era tarde. La sangre me golpeaba las sienes, me zumbaban los oídos y un rechinar incontrolable de dientes se prolongaba en escalofríos por todo mi cuerpo. Me detuve un instante, justo delante de la ventana de doña Amparo, la extravagante señora de los periquitos que nada más verme exclamó: ¡Vete, vete, que se asustan!
Mareada, y dando traspiés, llegué a mi casa: voces de mi hermano jugando con amigos, olor a sopa, y Juana en la cocina hablando sola mientras pelaba una gallina, y yo que, de un solivianto por el trajín de mi padre en sus despacho, corrí  a esconderme bajo las enagüillas de la mesa del comedor. Aquella casa, aquel hombre, la abuela de Lucrecia,  todo se me agigantaba sin encontrar respuestas que me devolvieran a la normalidad de mis juegos, de mi vida feliz. Tendría que confesarme el sábado, sí, ésa sería la mejor forma de retornar a la paz que entre palabras, gestos, visiones, por primera vez en mi vida, acababa de perder. Y un propósito firme, muy firme, creía yo: No volvería a ver a Lucrecia.
Pasó tiempo. Un día, en la esquina del colegio, apontocada en una fuentecilla, estaba. La vi desde lejos y su aspecto era desastroso. ¿Qué te pasa,? Parece que has llorado…
 No, no; ¡qué va! Me ha entrado un pisco –exclamó restregándose los ojos con los puños. ¡Sí  has llorado! Y tienes las trenzas deshechas. ¿Somos amigas, no? Yo no se lo voy a decir a nadie. Es que el Germán, el que me llama putilla, el que me llama la Borgia le dio voces a mi madre. Le dijo que la iba a matar, y yo lo oí. Tengo miedo; es un hombre malo y negro, negro. Siempre da voces a mi madre y, algunas veces, le pega, y cuando se va por la noche, me dice: ¡Anda, Borgia, acuéstate que ya te he calentado el sitio! Y me da un asco… ¿Y por qué le da voces a tu madre? ¿Y por qué le pega? No lo sé; mi madre es buena y algunas veces cambia las sábanas para que yo me acueste…
Recuerdo que  en un intento de acariciar aquella  tristeza, que era  rebelde expresión de odio e impotencia, quise arreglarle las deshechas trenzas. ¡Me voy! –exclamó de repente –. Mi madre no quiere que esté despeinada y,  si  tu padre se entera…¡Me voy!  No me sigas, no podemos ser amigas... 
  Lucrecia corrió hacia aquella Calle del Río, negra, negra y pobre, pobre…



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