(Final de
la pág. anterior: Al salir, escuche unos gritos contenidos, y escuché a
Lucrecia, una vez más repetir: ¡A ese lo mato yo!)
En ese
mismo instante un hombre alto, rubio, con una cicatriz en la frente, bien
vestido y abrochándose la correa salió de una de aquellas habitaciones. ¡Vaya!
–exclamó- ¡Si está aquí la putilla Borgia! Últimamente te veo poco… Ya se va
–se apresuró a contestar la abuela puesta en pie-. Ha venido con esta niña pero
ya se iban. ¡Bueno, bueno! –volvió a exclamar, agarrándola de una trenza-
Ya nos veremos; estás cada día más guapa.
Corrimos
hacia la calle, al tiempo que Lucrecia, soltándome la mano, se refugiaba
en un oscuro sótano sin dejar de repetir entre dientes: ¡Hijo de puta,
hijo de puta!
El pan y el
chocolate se me cayeron de las manos al correr. Era tarde. La sangre me
golpeaba las sienes, me zumbaban los oídos y un rechinar incontrolable de
dientes se prolongaba en escalofríos por todo mi cuerpo. Me detuve un instante,
justo delante de la ventana de doña Amparo, la extravagante señora de los
periquitos que nada más verme exclamó: ¡Vete, vete, que se asustan!
Mareada, y
dando traspiés, llegué a mi casa: voces de mi hermano jugando con amigos, olor
a sopa, y Juana en la cocina hablando sola mientras pelaba una gallina, y yo
que, de un solivianto por el trajín de mi padre en sus despacho, corrí a
esconderme bajo las enagüillas de la mesa del comedor. Aquella casa, aquel
hombre, la abuela de Lucrecia, todo se me agigantaba sin encontrar
respuestas que me devolvieran a la normalidad de mis juegos, de mi vida feliz.
Tendría que confesarme el sábado, sí, ésa sería la mejor forma de retornar a la
paz que entre palabras, gestos, visiones, por primera vez en mi vida, acababa
de perder. Y un propósito firme, muy firme, creía yo: No volvería a ver a
Lucrecia.
Pasó
tiempo. Un día, en la esquina del colegio, apontocada en una fuentecilla,
estaba. La vi desde lejos y su aspecto era desastroso. ¿Qué te pasa,?
Parece que has llorado…
No,
no; ¡qué va! Me ha entrado un pisco –exclamó restregándose los ojos con los
puños. ¡Sí has llorado! Y tienes las trenzas deshechas. ¿Somos amigas,
no? Yo no se lo voy a decir a nadie. Es que el Germán, el que me llama putilla, el
que me llama la Borgia le dio voces a mi madre. Le dijo que la iba a matar, y
yo lo oí. Tengo miedo; es un hombre malo y negro, negro. Siempre da voces a mi
madre y, algunas veces, le pega, y cuando se va por la noche, me
dice: ¡Anda, Borgia, acuéstate que ya te he calentado el sitio! Y me
da un asco… ¿Y por qué le da voces a tu madre? ¿Y por qué le pega? No lo sé; mi
madre es buena y algunas veces cambia las sábanas para que yo me acueste…
Recuerdo
que en un intento de acariciar aquella tristeza, que era
rebelde expresión de odio e impotencia, quise arreglarle las deshechas trenzas.
¡Me voy! –exclamó de repente –. Mi madre no quiere que esté despeinada
y, si tu padre se entera…¡Me voy! No me sigas, no podemos ser
amigas...
Lucrecia
corrió hacia aquella Calle del Río, negra, negra y pobre, pobre…
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