En el capítulo anterior dejé a Lucrecia sola con aquella mujer que me amenazó con decirle a mi padre con quién andaba)
CAPÍTULO III
Me sentía en las sienes latir el
pecado. Me parecía que en la frente me habían crecido las palabras: mujeres
malas. ¡Pobre amiga! La dejé tirada con sus fantasías. La dejé con
nuestro pacto roto.
De mi encuentro con Lucrecia en el
terraplén nadie, al fin, se enteró por lo que transcurridos unos días, volví a
buscarla en la casa de Falange. Impaciente la esperaba pero
transcurrieron semanas hasta que nos encontramos de nuevo.
¿Jugamos, Lucrecia, en mi jardín? Cuando mi
padre se vaya, te entro. En mi jardín hay caracolas reales, jazmines chinos,
celindas… ¡muchas rosas!. y la estatua
de una mujer manca y desnuda. ¿Una mujer desnuda? Yo en el verano duermo en cueros y eso no es
pecado. Mi abuela dice que las tetas nos las ha dado Dios para criar a nuestros
hijos, y dice que los pecados son otras
cosas. Yo soy ya mujer, pero yo no quiero ser mujer, yo quiero mejor ser
hombre. ¿Y tú qué prefieres? Me parece que prefiero ser mujer como mi madre… ¡Claro!
Como tu madre no se tiene que acostar con hombres… ¡Claro como tu padre
tiene dinero! Si quieres nos vamos a mi casa; allí no hay chivatos y verás qué buenas son mi madre y mi abuela
–insistió con tan humildes argumentos que no pude resistirme.
Casi flotaba, camino de aquella casa,
ubicada en una pobre calle tan cerca del río que daba miedo. Lucrecia, niña
precoz en todo, adivinó mis pensamientos: No te asustes; yo me baño en el río,
y mi madre... Y ya sé nadar, y dice mi abuela que a lo mejor me sale un novio
con dinero y me lleva a vivir a una casa grande y bonita como la tuya, pero a
mí me gusta ésta... Si no fuera por tantos hombres…
¿Qué hombres? ¿Son malos? ¿Y por qué los
dejáis entrar? ¿Son vuestros amigos? No, ¡qué va! Los odio y me tengo que bajar
al sótano, pero nos dan dinero…
Un patio limpio, enlosado, geranios y
gitanillas en flor decoraban paredes y rincones, un pozo, mecedoras de lona,
gatos, ¡muchos gatos! que saltaban de un lado para otro, una frondosa
parra y una mujer. Sí, su abuela, estaba allí, sentada en una silla de
anea, debajo de la parra con una canasta llena de medias y calcetines que
zurcía sobre un huevo de madera que le servía de soporte. Alta,
arrugada, de sobresalientes pómulos con permanente de caracolillos en un pelo
cano total, con grandes ojos perdidos en una extraña lejanía y una arcaica
distinción que se podía adivinar en su cuerpo erguido, a pesar de los años, que
seducía e inspiraba confianza y respeto, propietaria de aquel pobre burdel. Esta es mi amiga, abuela, la que te dije, la del
médico, María.
Levantó la mirada. Sus grandes y
profundos ojos se clavaron en mí y con una desafiante serenidad y una evidente
voz aguardentosa, dijo: ¿sabe tu padre que has venido? No, no lo
sabe, pero no se va a enterar –contestó Lucrecia con total rotundidad-;
aquí no hay chivatos. Pues, anda, dale pan y chocolate y que se
vaya. Tu madre ha dejado la merienda en la cocina ¿Que está
con el Borgio? Cuando sea mayor lo mato por pegar y dar voces a mi madre. ¡Despide
a tu amiga, calla y bájate al sótano! -exclamó la abuela con unas lágrimas en
los ojos.
Al salir, escuche unos gritos
contenidos, y escuché a Lucrecia, una vez más repetir: ¡A ese lo mato yo!
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