(Lucrecia
corrió hacia aquella Calle del Río, negra, negra y pobre, pobre…)
Si bien, me confesaba una y otra vez
de tener malas compañías, no podía resistirme a correr hacia ella, cuando la
encontraba. Una mañana, camino del colegio, la vi, después de unas
semanas. Parecía otra: sus cabellos rubios de bote, con marcadas entradas negras,
eran una despeinada coleta, mal cogida con una deshilachada tira de tela roja,
y su vestido, siempre limpio y bien cuidado, se reducía a una camiseta de
tirantes despintada. Sus ojos ahuevados tan sólo enrojecidos ribetes, parecían
amoratados. De sus brazos colgaba un cesto de esparto más grande que ella: ¿dónde vas? –le pregunté, despegándome del
grupo de mi hermano y sus amigos que, sin dejar de volver la vista atrás, me
repetían: ¡que es tarde! Voy a ver si me dan el pan-contestó Lucrecia-.
Mi abuela no tiene dinero y como mi madre está mala… Si me lo fían… ¿Qué le pasa a tu madre? No sé. Mi
abuela no me deja verla porque dice que tiene gripe y que se me puede
pegar, pero… ¡A ese hijo puta lo mato yo un día! Le da voces a mi madre y le pega.
Ella dice que no, pero yo lo sé porque tiene muchos cardenales. Un día…
Aquella mañana de monjitas y primores
en el colegio la recordé mucho. En mis pocos años no podía comprender
bien los problemas de Lucrecia, pero intuía que pasaba malos tragos porque
decía cosas que, si bien yo no entendía, me provocaban pena sobre todo, aquella
noticia de la enfermedad de su madre. Y es que yo no soportaba el que
mi madre pasara largas temporadas enferma. Eran para mí días de tristeza.
Horas y más horas sentada al pie de su cama, esperando despertara de los
fuertes analgésicos que le inyectaban, esperando que pronunciara alguna
palabra, hiciera un gesto…
Aquella mañana las compañeras del
colegio no perdieron la ocasión para acusarme ante la monjita de
chapetas coloradas: María tiene una
amiga mala, una niña que dice pecados. ¡La hemos visto con ella cerca del
colegio! El demonio se esconde –decía la monjita- hasta en el
cuerpo de una niña. Ten cuidado, María, y mira con quién andas. Tus padres son
unos buenos cristianos.
Aquellas reflexiones acerca de mis
padres y de mi relación con Lucrecia siempre me creaban una especie de temor y
remordimiento que solía solucionar en mi confesión de los sábados: Me acuso de tener mallas compañías. Reza una
salve y aléjate de ellas. Pero, desde que me contó la enfermedad de su
madre, la buscaba por los alrededores de aquella calle prohibida. Como si
se la hubiese tragado la
tierra, no aparecía. Una tarde, en la esquina cercana a su
casa, unas mujeres hablaban. Pude oír que decían: se está muriendo pero, ¿cómo va a entrar el Viático a esa casa? Sería
un sacrilegio. Dicen que el chulo le pegaba, pero, ¡vaya usted a saber!
¡Siempre la culpa a otro! ¡Gentuza!
Era seguro que hablaban de la
madre de Lucrecia y, mi primer impulso, correr a buscarla pero las
piernas casi no me sostenían... Regresé a mi casa y me escondí en el palomar,
esperando la hora de Dios, aquellos momentos de puesta de sol tras el
campanario que se reflejaban en los empolvados cristales esmerilados de
aquellos ventanucos y que a mí se me antojaban como despedida de Dios.
Esperaba para pedirle pusiera buena a la madre de Lucrecia.
Allí estaba, acurrucada en una
canastilla de costura llena de ropa, cuando los pasos de Juana, me
soliviantaron y corrí, que casi rodé, escalera de caracol
abajo.
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