Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

25 oct 2017

Mi amiga Prostituta / Capítulo VIII

 Tras la muerte de su madre, Lucrecia andaba perdida. Así volvió a pasar tiempo sin que pudiera verla.  No obstante sabía de ella por aquel niño, Luis, el larguirucho, como  lo llamaba Lucrecia  y que decía ser mi novio, y ella me repetía: ¡anda y que se vaya a la mierda. Un novio tiene que ser rico y muy guapo, y este nene, larguirucho, está “alelao”. Y tiene cara de tijereta. Además su padre es albañil, y tú eres hija de un médico.
La verdad que aquel supuesto primer novio mío no era muy despabilado, pero me regalaba estampitas y me mandaba mensajes con otro niño, y sí tenía más años que yo, pero él acechaba a Lucrecia cuando salía a comprar y después me lo contaba: he visto a Lucrecia –me dijo un día- y me ha dado un recado para ti. ¿Un recado? ¿Qué te ha dicho? Que el jueves se van a otro pueblo… ¿Qué pueblo? ¿Este jueves? ¿Pasado mañana?  Sí, sí, pasado mañana, en el carretilla de la tarde, y no sé a qué pueblo pero es lejos, y allí vive un hermano de su abuela, y se van el jueves.
Pasé  dos noches  desvelada y contando las horas que faltaban para su ida y sin saber cómo hacer para verla, ya que mi hermano, por encargo de mi padre, me perseguía y vigilaba: se había convertido en mi sombra. Al fin, pude escapar de mi casa sin que nadie me viera. Los jueves por la tarde no había colegio, y yo solía pasar mucho rato en el palomar, haciendo muñecas de trapo o dibujando casitas y nubes. Mi hermano tuvo que  salir a un encargo de mi padre, y yo aprovechando la ocasión,  sigilosamente, pude escapar   sin que nadie me viera.  Sin reparo alguno, corrí en busca de Lucrecia.
Cuando llegué a su puerta estaban a punto de partir. Las mujeres embatadas de siempre las despedían con lágrimas en los ojos, y la abuela, con una maleta de madera, más bien un cajón, por todo equipaje, daba recomendaciones a una emperifollada  joven que, con  cierto aire de superioridad, asentía con la cabeza a todo sin pronunciar palabra. Lucrecia, acercándose, y en voz baja, me dijo al oído:  esta es la nueva, y se llama Violeta, y es una presumida tonta.
Durante unos instantes retuve mi ingenua mirada en  aquella mujer que con dos palabras describió Lucrecia. Y era alta, de cejas y pelo muy negro, boca grande con labios pintados de un intenso rojo y una camisa de brillo y transparencias. ¿Y a qué pueblo vais? –le pregunté sin importarme nada las explicaciones sobre aquella mujer-. No sé cómo se llama, pero allí voy a tener una cama para mi abuela y para mí, y no se va a acostar ningún hombre, porque el amo de la casa, que es hermano de mi abuela, está muy viejo y mi abuela lo va a cuidar… -me relataba Lucrecia, atragantándose de jeringos  que chorreaban aceite por un oscuro  papel que apretaba entre sus manos.
Guardé silencio unos minutos; no sabía qué decir ni qué hacer, pero dentro de mí sentía que algo se desgarraba. Lucrecia, feliz en su ida, pero conocedora  de mis recónditos sentimientos, trató de aliviar la despedida: no sé escribir pero, si quieres, le digo a mi abuela que te mande una tarjeta y te diga dónde estamos y en qué casa vivimos, pero, ¿y si la coge tu padre? Las dos nos quedamos en suspense. Era seguro que la cogería mi padre y era seguro también que no me la daría. De pronto, Lucrecia tuvo una idea: se la podemos mandar al larguirucho  Está “alelao” pero sus padres no saben mucho tampoco de lectura, ni se meten en nada. Sí, se la mandaremos a él. Tú pregúntale.  A lo mejor yo también me voy interna a un colegio… ¿Interna? ¿Y eso qué es?  -me preguntó con la boca chorreándole aceite- ¿Y adónde te vas? Todavía no lo sé, pero interna es que no puedo salir del colegio… Nuestra conversación la interrumpió su abuela:
-Bueno –dijo-, dale un beso a tu amiga que ya nos vamos, que perdemos el tren.
Aquella calle, aquella casa, su madre, su abuela, y sobre todo Lucrecia, no pasarían al olvido como imaginé con aquella dolorosa despedida. No, Lucrecia y yo volveríamos a encontrarnos; era nuestro destino.


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