Tras la muerte de
su madre, Lucrecia andaba perdida. Así volvió a pasar tiempo sin que pudiera
verla. No obstante sabía de ella por
aquel niño, Luis, el larguirucho, como
lo llamaba Lucrecia y que decía
ser mi novio, y ella me repetía: ¡anda y que se vaya a la mierda. Un novio
tiene que ser rico y muy guapo, y este nene, larguirucho, está “alelao”. Y
tiene cara de tijereta. Además su padre es albañil, y tú eres hija de un
médico.
La verdad que aquel supuesto primer novio mío no era muy
despabilado, pero me regalaba estampitas y me mandaba mensajes con otro niño, y
sí tenía más años que yo, pero él acechaba a Lucrecia cuando salía a comprar y
después me lo contaba: he visto a Lucrecia –me dijo un día- y me ha dado un
recado para ti. ¿Un recado? ¿Qué te ha dicho? Que el jueves se van a otro
pueblo… ¿Qué pueblo? ¿Este jueves? ¿Pasado mañana? Sí, sí, pasado mañana, en el carretilla de la
tarde, y no sé a qué pueblo pero es lejos, y allí vive un hermano de su abuela,
y se van el jueves.
Pasé dos noches desvelada y contando las horas que faltaban
para su ida y sin saber cómo hacer para verla, ya que mi hermano, por encargo
de mi padre, me perseguía y vigilaba: se había convertido en mi sombra. Al fin,
pude escapar de mi casa sin que nadie me viera. Los jueves por la tarde no
había colegio, y yo solía pasar mucho rato en el palomar, haciendo muñecas de
trapo o dibujando casitas y nubes. Mi hermano tuvo que salir a un encargo de mi padre, y yo aprovechando la ocasión, sigilosamente, pude escapar sin que nadie me viera. Sin reparo alguno, corrí en busca de
Lucrecia.
Cuando llegué a su puerta estaban a punto de partir. Las
mujeres embatadas de siempre las despedían con lágrimas en los ojos, y la
abuela, con una maleta de madera, más bien un cajón, por todo equipaje, daba
recomendaciones a una emperifollada
joven que, con cierto aire de
superioridad, asentía con la cabeza a todo sin pronunciar palabra. Lucrecia,
acercándose, y en voz baja, me dijo al oído:
esta es la nueva, y se llama Violeta, y es una presumida tonta.
Durante unos instantes retuve mi ingenua mirada en aquella mujer que con dos palabras describió
Lucrecia. Y era alta, de cejas y pelo muy negro, boca grande con labios
pintados de un intenso rojo y una camisa de brillo y transparencias. ¿Y a qué
pueblo vais? –le pregunté sin importarme nada las explicaciones sobre aquella
mujer-. No sé cómo se llama, pero allí voy a tener una cama para mi abuela y
para mí, y no se va a acostar ningún hombre, porque el amo de la casa, que es
hermano de mi abuela, está muy viejo y mi abuela lo va a cuidar… -me relataba
Lucrecia, atragantándose de jeringos que
chorreaban aceite por un oscuro papel
que apretaba entre sus manos.
Guardé silencio unos minutos; no sabía qué decir ni qué
hacer, pero dentro de mí sentía que algo se desgarraba. Lucrecia, feliz en su
ida, pero conocedora de mis recónditos
sentimientos, trató de aliviar la despedida: no sé escribir pero, si quieres,
le digo a mi abuela que te mande una tarjeta y te diga dónde estamos y en qué
casa vivimos, pero, ¿y si la coge tu padre? Las dos nos quedamos en suspense.
Era seguro que la cogería mi padre y era seguro también que no me la daría. De
pronto, Lucrecia tuvo una idea: se la podemos mandar al larguirucho Está “alelao” pero sus padres no saben mucho tampoco
de lectura, ni se meten en nada. Sí, se la mandaremos a él. Tú pregúntale. A lo mejor yo también me voy interna a un
colegio… ¿Interna? ¿Y eso qué es? -me
preguntó con la boca chorreándole aceite- ¿Y adónde te vas? Todavía no lo sé,
pero interna es que no puedo salir del colegio… Nuestra conversación la
interrumpió su abuela:
-Bueno –dijo-, dale un beso a tu amiga que ya nos vamos,
que perdemos el tren.
Aquella calle, aquella casa, su madre, su abuela, y sobre
todo Lucrecia, no pasarían al olvido como imaginé con aquella dolorosa
despedida. No, Lucrecia y yo volveríamos a encontrarnos; era nuestro destino.
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