CAPÍTULO VI
Pasó
tiempo. No sé cuánto que no veía a Lucrecia. Una mañana me desperté con las primeras luces del
día, oyendo el espeluznante doblar de campanas que anunciaban muerte y que,
como me sucedía siempre, me provocaron un repeluzno: ¿quién habría muerto? De
repente las noticias que a diario traía Juana del mercado me hicieron saltar de
la cama. Se ha muerto una mujer de la del Calle del Río. La madre de
esa niña ordinaria que María tiene por amiguita. Mi madre, mujer de gran corazón, exclamó: ¡Calla,
calla! La niña no tiene la culpa. Además, que no se entere María. Ya sabes lo
sensible que es…
Corrí y de un salto me planté en el comedor donde mi madre desayunaba.
Tenía ya trece años. ¿Te has enterado,
verdad? -preguntó mi madre nada más verme-. Sí; me han despertado las campanas,
y yo quiero ir… Eso no son cosas de niñas –me interrumpió mi madre-. Pero
Lucrecia es una niña y no tiene amigas. Tras un breve silencio mi madre
exclamó: ¡Anda, desayuna y arréglate
para el colegio!
Nada más salir aquella mañana, camino del colegio, y desafiando miradas y
palabras de los niños y niñas que me increpaban, corrí a la Calle del
Río. En la puerta, revuelo de mujeres que, sin prejuicios, barrían y fregaban.
Entré precipitadamente en aquella casa de olor a colonias fuertes y a polvos
baratos. Sentada en el viejo cajón, bajo la parra, la abuela de Lucrecia
lloraba. En sus brazos estaba ella que, pálida, ojerosa, despeinada, descalza…,
lloraba también sin consuelo. Al verme, un leve gesto de
satisfacción se dibujó en su rostro: ¿Por qué has venido? Como se entere tu
padre... ¡Mi pobre hija –repetía su abuela en ausencia de todo- ¡Mi
pobre nieta! Y se deshacía en lágrimas amargas que caían de aquellos ojos
secos de años, secos de amarguras, secos de ¡sabe Dios cuántos malos tragos! Se
llamaba Encarna, pero la gente del pueblo la llamaban tigresa.
Un revuelo de mujeres, escuálidas, ajadas, batas largas, como siempre,
cabellos despeinados, pálidas, ojerosas deambulaban de acá para allá entre
incesante trasiego de gatos, rumores, comentarios: No vendrá el cura.
Han dicho que a esta casa no entra. Habrá que sacarla a la puerta, habrá que
llevarla al cementerio... Y encendían mariposas de aceite,
colocaban ramos de crisantemos alrededor de un ataúd pobre que me
produjo tal convulsión que me sentía el pulso por todo el cuerpo y
las manos me sudaban en un frío de hielo… Si quieres –me sugirió
Lucrecia- te entro a ver a mi madre. No da miedo; está como dormida y
parece que se ríe. Tiene un velo de encaje por la cara; no se le ve bien, pero
se ríe; no da miedo. La abuela, discreta como era, se anticipó a mi
respuesta: ¡Anda! Deja a esta niña que se vaya, y tú también te vas a bajar
al sótano con Teresina…
Aquella mujer, árbol gigante,
decrépita y plena de dolor, se levantó y saliendo por unos instantes de sus
lágrimas, me cogió suavemente por un brazo y me condujo hasta la puerta. ¡Anda!
-exclamó-, vete a tu casa; esto no son cosas de niños.
Cuando salí de allí, camino del colegio, me pesaba tanto el cuerpo que
casi no podía caminar. Llegué tarde, y la monjita de chapetas coloradas, me
castigó. Después en casa, mi hermano repetía: ¡María ha llegado tarde al
colegio; la han castigado! Mi madre guardó silencio. Un poco después me
dijo: voy a mandar a Juana para que se traiga a esa niña y pase aquí la
tarde…
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