Mis deseos y al mismo tiempo inquietud por ver a
Lucrecia lo iba aplazando por motivos que no eran de gran peso pero me
justificaban una y otra vez, más que nada por el tema del estudio. Cuando
llegue el verano –me repetía- Y cuando llegaba, encontraba mil razones para
nueva prórroga. No obstante, de vez en cuando, su recuerdo me impulsaba a una
especie de extraña responsabilidad hacia ella que me acallaba con razones que
consideraba de peso: ya sabe lo que
hace; ya no es una niña…
Algo terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia.
Era el mes de marzo. Pegada a los libros terminaba el trimestre en grandes
esfuerzos por aprobar aquel curso. Una llamada súbita de teléfono urgía mi
presencia en el pueblo: Mi madre había sufrido un derrame cerebral y estaba
grave. Mi padre había ordenado que me trasladase en taxis a la mayor brevedad
posible. La noticia me produjo tal
conmoción que repentinamente sentí que las piernas me flaqueaban, la
vista se me iba, me desmayaba. Cuando desperté estaba rodeada de compañeros, de
personal del Centro y del director del Colegio que me había tendido en un sofá
del vestíbulo y me sostenía el pulso
cogido. Lo oí repetir: ¡ya, ya
despierta! ¿Cómo te sientes, María? Yo
mismo te voy acompañar; te llevaré en mi coche.
Aquel viaje no lo olvidaré jamás. En cortas y
afectuosas palabras me iba preparando para la desdicha que me esperaba y,
echándome paternalmente un brazo por encima, cuando ya casi se vislumbraba el
pueblo, añadió: debes estar preparada para lo peor.
Y sí, lo peor había sucedido: Mi madre había
muerto. Un día que jamás, jamás olvidaré. Era el día once de marzo, un día en
el que la primavera era ya presencia en los campos, y los pájaros emigrantes
cruzaban cielos y aleteaban
en torres y campanarios, un día en el que, por primera vez en mi vida, sentí
rabia de que saliera el sol, de que la gente siguiera caminando por calles y
plazas, de que la vida continuara. Mi casa, durante unos días, se convirtió
en destino obligado de cumplidos y
condolencias. Mi padre, con gran dolor y
entereza nos dijo a mi hermano y a mí: debéis cuanto antes volver a
vuestros estudios; yo estoy bien atendido por Inés
No deseaba en absoluto regresar a la normalidad de
los estudios. Había sido tan rápido, tan dramático… Por otra parte la casa sin
mi madre se me convirtió en un auténtico suplicio. Sentía como que de un momento a otro iba a aparecer
como cuando con mi padre hacía algún viaje, y yo la esperaba con algo de
ansiedad; no soportaba su ausencia. De vez en cuando me parecía oír su voz llamándome.
Aquello me llegó a obsesionar porque hasta me despertaba a media noche y de un
sobresalto me incorporaba en la cama en la seguridad de que la había oído, de
que estaba allí.
Extenuada
por el gran cúmulo de emociones, me disponía a emprender el viaje de regreso al Colegio Mayor, cuando,
la tarde anterior, Inés me anunció visita: una mujer pregunta por ti. ¿Le digo que no puedes
salir? Tiene mal aspecto. ¿Quién es? No la conozco. No sé quién es; no debe ser
del pueblo. Sí, dile que no puedo recibirla y que le agradezco su visita. Inés,
echándose las manos a la cabeza, regresó exclamando: ¡Santo Dios! Si no lo veo,
no lo creo. Dice que es Lucrecia, la niña aquella de la Calle del Río… ¡Vaya
pinta que tiene! Sinceramente no me encontraba con ánimo de recibir a nadie
pero creo que menos aún a Lucrecia. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas
cosas, y por mi enervada cabeza la
imagen de aquella amiga de la infancia se desdibujaba y tan sólo me aparecía
una mujer extraña que en aquellos momentos me
resultaba enojosa. Inés, tal vez adivinando mis pensamientos y por salir al
paso de aquella situación, exclamó:
Bueno, le digo cualquier cosa; no te preocupes. Yo la quito rápido de en
medio. ¡No, no! -reaccioné rápidamente-. Ya que está aquí, pásala al
recibidor; ahora voy
Era lógico que Inés no la hubiera reconocido.
Lucrecia se había convertido en una mujer de mal aspecto: Excesivamente gruesa,
tal y cómo me la había descrito el larguirucho, pintarrajeada, de cabellos
teñidos de un intenso rojo, con unas grandes gafas de sol y vestida de forma
tan estrafalaria que a mí misma me hubiera costado identificarla. Sentada en la
salita, con las piernas cruzadas y una falda tan estrecha y corta que le
asomaba una burda faja, me esperaba. Como todo equipaje, una bolsa de plástico
con un pequeño envoltorio. Titubeé unos instantes, al tiempo que dije con
bastante dosis de apatía y como mero cumplido: hola, Lucrecia.
Ella, puesta de pie, y quitándose las gafas de sol
que dejaban al descubierto sus saltones ojos azules, ribeteados por un casi
insultante toque de pintura verde, me cogió las manos con gran vehemencia y con
voz ronca, dijo: lo siento, lo siento mucho. El
larguirucho me puso un telegrama y cogí
el primer tren…
Mi desconcierto era tal que no encontraba camino, y
unas torpes palabras fueron las primeras que salieron de mis labios, sentada
frente a ella: no tenías que haberte molestado… ¿Molestado? Nunca olvidaré
cuando murió mi madre cómo estuviste conmigo…
Y sin mediar más palabras, rompió a llorar de forma
convulsiva, al tiempo que me apretaba las manos entre las suyas en las que era
fácil adivinar callosidades y durezas. Con torpeza, debido a su conmoción,
extrajo el envoltorio de aquella prosaica bolsa: mira, todavía la guardo y cada
noche escucho el mar. No sé si se oye, pero te oigo a ti…
Algo inesperado se me derrumbó de repente al
comprobar cómo Lucrecia conservaba aquella caracola que le regalé un día en años de nuestra infancia. Sí, fue un gesto de generosidad, un
ingenuo obsequio al regreso de unas vacaciones en la playa. Se oye el mar –le
dije-. Y como tú no lo has visto nunca, te la he traído para que, al menos
lo oigas. Y colocándosela en el oído, exclamó en risotadas: ¡pero si
aquí no se oye nada! Llevamos tanto tiempo sin vernos…! –fue lo primero que
se me ocurrió- No llores y cuéntame cómo te ha ido, como estás, como está tu
abuela….
Pero sus sollozos se agudizaron, provocándome una
insólita ternura. Con un entrecortado balbuceó repitió: mi abuela murió hace
tiempo; murió, y yo...
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