Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

23 nov 2017

Capñitulo XI: Mi amiga prostituta

 Mis deseos y al mismo tiempo inquietud por ver a Lucrecia lo iba aplazando por motivos que no eran de gran peso pero me justificaban una y otra vez, más que nada por el tema del estudio. Cuando llegue el verano –me repetía- Y cuando llegaba, encontraba mil razones para nueva prórroga. No obstante, de vez en cuando, su recuerdo me impulsaba a una especie de extraña responsabilidad hacia ella que me acallaba con razones que consideraba de peso:   ya sabe lo que hace; ya no es una niña…
Algo terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia. Era el mes de marzo. Pegada a los libros terminaba el trimestre en grandes esfuerzos por aprobar  aquel curso.   Una llamada súbita de teléfono urgía mi presencia en el pueblo: Mi madre había sufrido un derrame cerebral y estaba grave. Mi padre había ordenado que me trasladase en taxis a la mayor brevedad posible. La noticia me produjo tal  conmoción que repentinamente sentí que las piernas me flaqueaban, la vista se me iba, me desmayaba. Cuando desperté estaba rodeada de compañeros, de personal del Centro y del director del Colegio que me había tendido en un sofá del vestíbulo y  me sostenía el pulso cogido. Lo  oí repetir: ¡ya, ya despierta!  ¿Cómo te sientes, María? Yo mismo te voy acompañar; te llevaré en mi coche.
Aquel viaje no lo olvidaré jamás. En cortas y afectuosas palabras me iba preparando para la desdicha que me esperaba y, echándome paternalmente un brazo por encima, cuando ya casi se vislumbraba el pueblo, añadió: debes estar preparada para lo peor.
Y sí, lo peor había sucedido: Mi madre había muerto. Un día que jamás, jamás olvidaré. Era el día once de marzo, un día en el que la primavera era ya presencia en los campos, y los pájaros emigrantes cruzaban cielos y aleteaban en torres y campanarios, un día en el que, por primera vez en mi vida, sentí rabia de que saliera el sol, de que la gente siguiera caminando por calles y plazas, de que la vida continuara. Mi casa, durante unos días, se convirtió en  destino obligado de cumplidos y condolencias. Mi padre, con gran dolor y  entereza nos dijo a mi hermano y a mí: debéis cuanto antes volver a vuestros estudios; yo estoy bien atendido por Inés 
No deseaba en absoluto regresar a la normalidad de los estudios. Había sido tan rápido, tan dramático… Por otra parte la casa sin mi madre se me convirtió en un auténtico suplicio. Sentía  como que de un momento a otro iba a aparecer como cuando con mi padre hacía algún viaje, y yo la esperaba con algo de ansiedad; no soportaba su ausencia. De vez en cuando me parecía oír su voz llamándome. Aquello me llegó a obsesionar porque hasta me despertaba a media noche y de un sobresalto me incorporaba en la cama en la seguridad de que la había oído, de que estaba allí.
 Extenuada por el gran cúmulo de emociones, me disponía a emprender  el viaje de regreso al Colegio Mayor, cuando, la tarde anterior, Inés me anunció visita: una mujer pregunta por ti. ¿Le digo que no puedes salir? Tiene mal aspecto. ¿Quién es? No la conozco. No sé quién es; no debe ser del pueblo. Sí, dile que no puedo recibirla y que le agradezco su visita. Inés, echándose las manos a la cabeza, regresó exclamando: ¡Santo Dios! Si no lo veo, no lo creo. Dice que es Lucrecia, la niña aquella de la Calle del Río… ¡Vaya pinta que tiene! Sinceramente no me encontraba con ánimo de recibir a nadie pero creo que menos aún a Lucrecia. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas, y por mi enervada cabeza  la imagen de aquella amiga de la infancia se desdibujaba y tan sólo me aparecía una mujer extraña que en aquellos momentos me resultaba enojosa. Inés, tal vez adivinando mis pensamientos y por salir al paso de aquella situación, exclamó:    Bueno, le digo cualquier cosa; no te preocupes. Yo la quito rápido de en medio. ¡No, no! -reaccioné rápidamente-. Ya que está aquí, pásala al recibidor;  ahora voy
Era lógico que Inés no la hubiera reconocido. Lucrecia se había convertido en una mujer de mal aspecto: Excesivamente gruesa, tal y cómo me la había descrito el larguirucho, pintarrajeada, de cabellos teñidos de un intenso rojo, con unas grandes gafas de sol y vestida de forma tan estrafalaria que a mí misma me hubiera costado identificarla. Sentada en la salita, con las piernas cruzadas y una falda tan estrecha y corta que le asomaba una burda faja, me esperaba. Como todo equipaje, una bolsa de plástico con un pequeño envoltorio. Titubeé unos instantes, al tiempo que dije con bastante dosis de apatía y como mero cumplido: hola, Lucrecia.
Ella, puesta de pie, y quitándose las gafas de sol que dejaban al descubierto sus saltones ojos azules, ribeteados por un casi insultante toque de pintura verde, me cogió las manos con gran vehemencia y con voz ronca, dijo: lo siento,  lo siento mucho.  El larguirucho me puso un telegrama  y cogí el primer tren…
Mi desconcierto era tal que no encontraba camino, y unas torpes palabras fueron las primeras que salieron de mis labios, sentada frente a ella: no tenías que haberte molestado… ¿Molestado? Nunca olvidaré cuando murió mi madre cómo estuviste conmigo…
Y sin mediar más palabras, rompió a llorar de forma convulsiva, al tiempo que me apretaba las manos entre las suyas en las que era fácil adivinar callosidades y durezas. Con torpeza, debido a su conmoción, extrajo el envoltorio de aquella prosaica bolsa: mira, todavía la guardo y cada noche escucho el mar. No sé si se oye, pero te oigo a ti…
Algo inesperado se me derrumbó de repente al comprobar cómo Lucrecia conservaba aquella caracola  que le regalé un día en años de nuestra  infancia. Sí, fue un gesto de generosidad, un ingenuo obsequio al regreso de unas vacaciones en la playa. Se oye el mar –le dije-. Y como tú no lo has visto nunca, te la he traído para que, al menos lo oigas. Y colocándosela en el oído, exclamó en risotadas: ¡pero si aquí no se oye nada! Llevamos tanto tiempo sin vernos…! –fue lo primero que se me ocurrió- No llores y cuéntame cómo te ha ido, como estás, como está tu abuela….
Pero sus sollozos se agudizaron, provocándome una insólita ternura. Con un entrecortado balbuceó repitió: mi abuela murió hace tiempo; murió, y yo...

















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