El tiempo pasaba y en mi pertinaz
intento de olvidar a Lucrecia casi lo había conseguido. Sólo, de vez en cuando,
recordaba unos ojos saltones que me miraban, y unos labios que repetían: ¿¡or qué quieres ser mi amiga? Pero todo
iba quedando lejos, muy lejos. Quería imaginarla contenta en algún pueblo, en
algún colegio aprendiendo, por fin a leer y escribir y tal vez hasta con su
deseado novio rico.
Yo, entregada de lleno al estudio, llegué a
soportar bien el internado, pero las vacaciones me devolvían, una y otra vez, a
mis habituales rincones y aficiones
Terminé bachillerato con buenas notas,
y mis deseos se dirigían hacia la carrera de farmacia. Siempre había sentido
fascinación por la rebotica a la que, con frecuencia podía acceder con Lucía,
aquella niña, hija del boticario del pueblo y que, a días, era mi amiga. El olor de la botica, aquellos
grandes tarros de porcelana, las cajitas de medicamentos, el microscopio, desde
el que su padre hacía análisis, todo, hasta la batas blancas me gustaban, pero
mi padre, con buen sentido, me aconsejó: puede que tal vez tu verdadera vocación sea la medicina. Esas
cosas que te atraen de las farmacias son superficialidades. Los estudios son
otra cosa. Deberías reflexionar más objetivamente sobre qué es en realidad lo
que más te gusta y conviene.
Mi padre, como casi siempre, llevaba
razón. Aquellas cuatro cosas que me deleitaban de la farmacia eran propias de
mis pocos años y de los delirios que mi amiga Lucía despertaba en mí con su medio mágica rebotica
de potingues.
Y mis padres decidieron que lo más
conveniente sería que de nuevo, me internase, pero esta vez en un Colegio Mayor
muy próximo a la facultad de medicina.
Mi hermano Carlos, que estudiaba
Empresariales se burlaba y me repetía:
seguro que en cuanto veas sangre te desmayas. Seguro que cuando veas a un
muerto sales corriendo…
Un día, en el pueblo, hecho ya un hombre que
apenas si lo reconocí, se me acercó el larguirucho vestido de soldado: ¡vaya,
cuánto tiempo! Ya no quieres nada con la gente del pueblo… No digas eso
–interrumpí- ¡Claro que quiero! Pero tengo mucho que estudiar y me paso los
días en mi casa… ¿Y tú? Ya veo que estás desconocido. Pues
-exclamó como queriendo sostener un suspense-, ¡tengo una noticia que
darte! ¿Qué noticia? –pregunté sin que me pasara nada por la cabeza. Ha estado
aquí Lucrecia… ¿Qué me dices? –pregunté con gran sorpresa y hasta solivianto-
¿Cuándo? ¿Para qué? ¿La has visto? ¿Has hablado con ella? ¡Para, para,
chiquilla! Ya veo que no la has
olvidado; ella a ti tampoco. Te buscó, me buscó…
¿Y qué te dijo? ¿Y para qué vino?
–volví a preguntar con evidente nerviosismo-. Vino porque tenía que arreglar no
sé qué papeles. No recuerdo muy bien, pero algo como que necesitaba una partida
de nacimiento… No sé; algo que ver con
la iglesia. Me dijo que su abuela estaba muy enferma, y que ella tenía que
cuidar a su tío abuelo y a su abuela, pero que a lo mejor se casaba con un
hombre que tenía dinero. Y me dijo que tenía mucha gana de verte pero que no te
contara nada… ¿Y te dijo dónde vivía? Y, ¿cómo es eso de que se va a casar? Me dio un papel con su
dirección; ya te lo daré. Me lo dio porque le dije que iba a ir a verla… Sí,
sí, dijo que se iba a casar con un hombre que le llevaba muchos años pero que
tenía dinero… ¿Y cómo está? Pues…
–titubeó-, no sabría cómo decirte. Yo la vi rara, pero, ¡claro como ha pasado
tanto tiempo! Tiene el pelo muy corto, rizado
y pintado de rojo, y venía con muchos potingues en la cara; ¡un poco
rara! Y ha engordado que no parece ella; está bien alimentada.
Aquella noticia fue tan explosiva que
mi propósito más rotundo se centró en ir a verla en cuanto pudiera, aunque lo
contado por el larguirucho me desconcertaba hasta el extremo de imaginar que
entre Lucrecia y yo se había producido
tal distanciamiento que éramos,
posiblemente, dos desconocidas.
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