Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

8 sept 2018

Un día inolvidable

Hoy, hace, justamente, 60 años, que  pasé por uno de los peores años de mi vida, hasta el punto que no solo es un lejano recuerdo sino que, como una vivencia de hoy, se me vuelven a caer lágrimas, y no es tristeza, sino, eso, el episodio que dio un giro total a mi vida y que sin, resentimientos, sin culpables, y sí con cariño, evoco  para  vosotros y también para mí, de forma que entendamos que aún sin comprender en su momento el por qué de ciertas cosas, puede que tenga un destino insospechado.

Era un 9 de septiembre  del año 1958. Amanecía. No había dormido en toda la noche. Eran ya semanas de insomnio. Mi almohada, empapada en lágrimas, quedaba allí, en aquella habitación perdida en una gran galería, escenario de mi vida religiosa durante años. Y allí quedaban pesadillas, noches, muchas, de temores, de angustias, de recuerdos… La persona que dirigía aquella casa, con una forzada y austera sonrisa, exclamó desde la puerta: ¡Es tarde; date prisa!
Una vieja y pesada maleta de madera con cuatro trapos de nada, que era todo mi equipaje, a punto desde la noche anterior, era como un acuciante reclamo al que me resistía. Alguien, desde el umbral de su dormitorio, exclamó: ¡Dios te guiará! También el resto de compañeras, sobrecogidas, desde que se conoció la noticia de mi salida, me decían adiós sin palabras. Me detuve unos instantes en aquel gran halls de suelos acristalados, donde la imagen pequeñita de la Virgen Milagrosa, con los brazos extendidos, era siempre como mi refugio de paz en medio de las más grandes turbulencias. El gran reloj de la capilla daba la hora: las siete de la mañana.
Aquella persona me precedía sin cesar de repetir: ¡es tarde!, y yo, casi una niña, sin poder con la maleta y mucho menos con cada paso que daba alejándome de aquella vida que amaba más que a la mía propia, trataba de acelerar pero mi despedida se extendía a cada rincón, a cada momento de mi historia vivida en aquel lugar que iba regando con lágrimas. Una instantánea parada en la puerta de la capilla y unas oración, la última de aquella mujer que, sin duda, creía cumplir con un deber: A Vos la confío, Señor.
No hubo tiempo de espera en la estación. Mi tren entraba ceremonioso, nada más llegar: ¡No me deje, por favor, no me deje! –le repetía abrazada a su cuello y en llanto que me cegaba los sentidos-. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿A dónde voy? ¡No me deje! Vas a tu casa, pero ya sabes, ni una palabra; tu padre sigue delicado. Es voluntad de Dios y Dios escribe derecho con renglones torcidos. Pronto tendrás destino en un pueblo y allí ejercerás el apostolado –fue su contestación, despegando, más bien bruscamente, mis brazos de su cuello.
Subimos al tren. Literalmente, yo no veía presa de una congoja que me había bloqueado por completo. Pero me encontré sentada en un vulgar departamento y junto a una ventanilla en la cual reposé   la cabeza. Unas palabras me llegaron como todo un gesto compasivo: ¿Son ustedes la pareja de guardia? Por favor, esta joven no se encuentra muy bien. Va a Villa del Río. Cuiden de que se baje allí. No se preocupe, señora; nos hacemos cargo. Unos instante más, y los primeros traqueteos del tren, me devolvieron a la realidad. Levanté la vista en busca de aquella tan querida para mí mujer, pero había desaparecido. Solos dos guardias civiles, frente a frente me observaban con curiosidad y silencio.
¿Qué haría? ¿Dónde iría? ¿Cuál sería mi siguiente destino? No conocía el mundo, no sabía dirigirme por mí sola: había perdido, si alguna vez lo tuve, el hábito de pensar, de conducirme.. Era como un naufrago arrojado a un inmenso mar sin más salvavidas que unas palabras: Voluntad de Dios.
Y a ese Dios, que escribía derecho con renglones torcidos, le pedí que me llevara con Él. No, no quería, no sabía, no podía vivir. Mi futuro un túnel negro, muy negro, sin más salida, que yo viera, que la muerte.

El tren en marcha, y yo con billete a ninguna parte.

Pero amaneció, siempre amanece, un día luminoso y tras él esta  
bella orla que acompaña mis sueños: tres maravillosos hijos y ocho preciosos nietos.
No sé si fue un dios o el destino, pero hoy, tras tantos años, cuando miré al cielo y vi tan luminoso día, comprendí una vez más: dios escribe derecho en renglones torcidos,










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