Estaba allí, sentada sobre
una vieja bufanda de cuadros rojos comidos por el tiempo, almohadilla de largas
horas sobre el duro asiento de un banco en la estación del tren que yo esperaba.
Unos cincuenta
años cargados de marchita y envejecida
piel. Uñas largas de un rojo insultante en manos duras y dedos deformes, tacones altos y finos, camiseta receñida de
brillantinas, ridícula minifalda que dejaba al descubierto carnes macilentas de unas piernas mal
depiladas. Intenso olor, extraño perfume,
mareante e impertinente. Ella, cuerpo veterano del oficio, se erguía lujuriosa
en manidos ademanes al paso de los
hombres.
Un trasunte,
ojos teñidos de un rojo vicioso, cuerpo voluminoso y flácido, olor viejo,
revoltijo de vino y tabaco, en murmullo de palabras soeces, se le acercó.
Husmeándola como animal hambriento ante su presa, exclamó con malos y de un
medio empujón: ¡vamos, puta!
Se alejaron.
Antes de perderse en el recodo de una noche negra, muy negra, ella, con un
pequeño envoltorio de nada, colgado de sus brazo, volvió la cabeza: su mirada y
la mía se cruzaron en un zig-zag de preguntas sin respuestas perdidas para
siempre: ¿por qué ella carne de pecado, de comercio, de ascos sociales, de reproches
y desprecios? ¿Por qué yo, viajera con maleta cargada de ilusiones, proyectos,
bien arreglada, bien vista, bien esperada y respetada?
Aquel día de mis
años muy jóvenes no lo sabía; hoy, sí: familia, educación, iglesia, sociedad, todos,
sí, tú y yo.
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