Él era un niño de diez años de mi Centro, y era
unos ojazos que, conociendo pronto el dolor de la vida, miraban desde una
inmensa tristeza, matizada, de vez en cuando, de ingenua felicidad. Él era
tierno tallo herido apenas despuntar que sobrevoló por mi vida, cual estrella
fugaz de las que más bien queda el recuerdo de un destello en la certeza de
haber sido testigos de su fulgurante realidad.
Él era Miguel, un chavalillo pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros…
Pero aquel pequeño se nos fue sin hacer ruido. Un día de escuela, mientras sus compañeros en clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras, cada cual en su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con nimiedades y absurdos, y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de futuro en felicidad y bienestar, mientras su silla vacía, como otras veces, esperaba la súbita llegada tarde de Miguel y sus palabras de disculpa: He tenido que ir al médico… Y ni siquiera una corazonada, un telepático presagio; nada. La vida del pequeño Miguel, como blanquísima espuma de mar, se desvaneció con el viento.
Y era un bonito día de principio de primavera, y el sol siguió su curso, y margaritas y amapolas, en un frondoso salvaje, parecían entonar el más solemne himno de la alegría, y en las calles, el tráfico de siempre, los ruidos, las prisas…, pero, en medio de esta eclosión de vida, las campanas de una iglesita de barrio doblaban y un pequeño féretro blanco me llenaba de tristeza tal que, mis días, durante un tiempo, se vistieron de riguroso luto.
Y aún hoy, años ha, frente a mi ordenador, lugar preferente de mi vida, noto que unas lágrimas me emborronan las palabras, y no sólo es recuerdo de pasado, sino más bien, es presente, algo así como un poderoso árbol que se me crece y cuyas raíces, ramas. hojas y flores… si bien amainaron en las estrellas, dentro de mi corazón marcaron profunda huella.
Tus libros me gustan –me repetía en una ternura infinita-, y son muy bonitos, y mi madre me ha comprado algunos, y, por las noches, cuando no me duele la cabeza, los leo y son guay, y también tengo tu foto del periódico y la guardo porque también me gusta.
Y, mientras balbuceaba tan maravillosas palabras, una ligera sonrisa asomaba a su rostro, pegado tantas veces a la mesa de clase en un intento de mitigar aquel dolor de cabeza, ¡maldita sea!, que se lo llevó.
Mi fe es lucha en un Dios que no comprendo, pero en el que, desde mi pequeñez, confío y espero. Por eso creo que Miguel, Migueín, como le llamábamos, está con Dios y está con nosotros.
¡Mi pequeño y agradecido niño! Jamás olvidaré que unos cuentos míos, unas poesías mías, aliviaban el dolor que, de mesa en mesa, soportabas! Nunca, hasta ahora, me lo había planteado: bien merece la vida, si en ella se puede escribir un cuento que haga feliz a un niño, aún en el lecho de su muerte.
¡Échame una mano, tú que estás en el cielo!, y espérame. Entre tanto, escribiré mejores cuentos, me haré mejor foto para el periódico… Te lo prometo.
Un maestro es como un recipiente donde uno a uno, los alumnos depositan, y no se borran jamás, palabras, sonrisas, gestos… Un trocito de alma que va sumando en el corazón.
Mi pueblo, Villa del Río,se engalana para recibir a nuestra Vigen de la Estrella. Desde mi corta ausencia lo veo como una burbuja de ilusión, tradición, historia...
Él era Miguel, un chavalillo pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros…
Pero aquel pequeño se nos fue sin hacer ruido. Un día de escuela, mientras sus compañeros en clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras, cada cual en su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con nimiedades y absurdos, y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de futuro en felicidad y bienestar, mientras su silla vacía, como otras veces, esperaba la súbita llegada tarde de Miguel y sus palabras de disculpa: He tenido que ir al médico… Y ni siquiera una corazonada, un telepático presagio; nada. La vida del pequeño Miguel, como blanquísima espuma de mar, se desvaneció con el viento.
Y era un bonito día de principio de primavera, y el sol siguió su curso, y margaritas y amapolas, en un frondoso salvaje, parecían entonar el más solemne himno de la alegría, y en las calles, el tráfico de siempre, los ruidos, las prisas…, pero, en medio de esta eclosión de vida, las campanas de una iglesita de barrio doblaban y un pequeño féretro blanco me llenaba de tristeza tal que, mis días, durante un tiempo, se vistieron de riguroso luto.
Y aún hoy, años ha, frente a mi ordenador, lugar preferente de mi vida, noto que unas lágrimas me emborronan las palabras, y no sólo es recuerdo de pasado, sino más bien, es presente, algo así como un poderoso árbol que se me crece y cuyas raíces, ramas. hojas y flores… si bien amainaron en las estrellas, dentro de mi corazón marcaron profunda huella.
Tus libros me gustan –me repetía en una ternura infinita-, y son muy bonitos, y mi madre me ha comprado algunos, y, por las noches, cuando no me duele la cabeza, los leo y son guay, y también tengo tu foto del periódico y la guardo porque también me gusta.
Y, mientras balbuceaba tan maravillosas palabras, una ligera sonrisa asomaba a su rostro, pegado tantas veces a la mesa de clase en un intento de mitigar aquel dolor de cabeza, ¡maldita sea!, que se lo llevó.
Mi fe es lucha en un Dios que no comprendo, pero en el que, desde mi pequeñez, confío y espero. Por eso creo que Miguel, Migueín, como le llamábamos, está con Dios y está con nosotros.
¡Mi pequeño y agradecido niño! Jamás olvidaré que unos cuentos míos, unas poesías mías, aliviaban el dolor que, de mesa en mesa, soportabas! Nunca, hasta ahora, me lo había planteado: bien merece la vida, si en ella se puede escribir un cuento que haga feliz a un niño, aún en el lecho de su muerte.
¡Échame una mano, tú que estás en el cielo!, y espérame. Entre tanto, escribiré mejores cuentos, me haré mejor foto para el periódico… Te lo prometo.
Un maestro es como un recipiente donde uno a uno, los alumnos depositan, y no se borran jamás, palabras, sonrisas, gestos… Un trocito de alma que va sumando en el corazón.
Mi pueblo, Villa del Río,se engalana para recibir a nuestra Vigen de la Estrella. Desde mi corta ausencia lo veo como una burbuja de ilusión, tradición, historia...
No hay comentarios:
Publicar un comentario