Las eras, y todo
lo que conllevaban, constituyeron en los veranos de larga posguerra, todo un
mundo de variados trabajos y sensaciones, difíciles de olvidar para los que de
una forma u otra las conocimos o vivimos. Montones de paja, montones de trigo,
hombres curtidos, apacibles sombrajos, botijos, melones, mulillas trotonas,
trillos, carros, polvo... ¡Qué humana y sencilla la era de mi infancia y
adolescencia Como recuerdo ancestral, las delicias de aquellas tardes rabiosas
de sol en las que mi padre me llevaba a la era de Cristóbal. Desde lejos, el
polvillo de los hombres aventando el trigo, al menor soplo de viento y, como un
dibujo animado, la mágica inocencia de un trillo dando vueltas sobre el montón
de crujientes espigas
Camino de
chicharras el que conducía a la era, y de avena loca, ya seca y punzante que
los niños nos arrojábamos a puñados para diagnosticar pretendientes y novios. Camino de viejas y descuidadas cunetas, testigos de pasos lentos que
evidencian la fatiga de la cuesta arriba
que se acompasaba con momentáneas paradas bajo árboles de sombra que
solían ser grandes moreras.
La cuesta arriba era también ladridos de perros que presagiaban extraños e imprimían a los
visitantes a las eras cierto recelo que se traducía en grandes voces llamando
al capataz.
La cuesta arriba tenía un límite verde, como un oasis que invitara al fresco de sus árboles espesos: la ermita de la Virgen de la
Estrella en lo más alto del camino.
De vez en cuando, mi padre repetía: en la era
beberemos agua fresca y comeremos sandía y te subirás en el trillo.
La era, ante todo, un vaho calentón de polvo y un
puñado de hombres que, con grandes sombreros de paja, trabajaban en inacabable
rutina entre tajadas de sandía, respiros bajo el sombrajo y chorros de agua del
sucio botijo que pendía, a los cuatro inexistentes vientos, de un retorcido
alambre que le servía de asa.
Cristóbal, viejo, negro y de tierna sonrisa, repetía
al verme en consabida rutina:¡ea! ¡La niña, al trillo! ¡A dar unos paseos!”
Y su mano dura, maciza... rozaba la mía que era más bien corazón galopante por la emoción de compartir el trillo con aquel
hombre de brazos tatuados que sin apenas detenerse me aupaba, más bien de mala
gana, en el embarazoso e incómodo trasero de aquel singular carruaje. La voz enronquecida de Juan daba pronto el alto que
finiquitaba mi paseo ilusionado en el galope de aquella mula trotona que nunca
corría tanto como yo deseaba.
Y en el
sombrajo siempre, algún un hombre dormido con la cara tapada con el sombrero y
las manos cruzadas sobre el pecho, como el muerto que un día, al salir del
colegio, vi. en la habitación de una casa. Y mi cuerpo era un regusto entre sudor
y fuerte picazón, ecos de paja, polvo, sol y un no sé qué de precoz nostalgia
del tiempo vivido en la era, en compañía de mi padre en el descanso fortuito
de la sombra en la ermita...
El trillo, el sombrajo, aquel puñado de
hombres de piel curtida y manos abotargadas por el duro trabajo... no volverán: el fuerte viento de la técnica y
el progreso los aventó para siempre. Y si es cierto que con
nostalgia recuerdo, no es menor la justa
satisfacción de saber que, hoy por hoy,
todas estas faenas se hagan desde otras posibilidades más justas y humanas.
Pero en esta
madrugada me aferro a un recuerdo que me
dejó huella y que me devuelve muchas veces la sonrisa perdida por los vaivenes
de la vida: una niña, yo, y todos los niños de entonces, comidos de sol, en el
paseo ilusionado de un trillo
No hay comentarios:
Publicar un comentario