En
alboroto de mercadillo en tiempo de vacaciones, perdí mi reloj. Muchas urgencias que cumplimentar me reclamaban
horas y, pronto encontré un elemental
recurso: el tenderete de un hombre de piel negra, al paso.
Él, joven, robusto, negro azabache con
vestiduras orientales, con sumo agrado me mostraba su mercancía en tanto
unas palabras casi suplicaban: ¿me deja
que se los pruebe? Con delicadeza
extrema, reloj por reloj los ajustaba a mi muñeca y ni tan siquiera sus dedos
la rozaban.
Ausente
de la urgencias, de las prisas, de la hora, de los modelos, del precio,
eclipsada en una agradable sensación, también mis palabras de súplica: en su
muñeca puedo apreciarlo mejor, ¿me deja?
Extendiendo
su brazo, exclamó: ¡faltaría más! Le ajusté la cadenilla de un pequeño reloj y en mi deliberado
cometido, un leve roce, cálido y suave, y
una súbita sorpresa: la piel no tiene color. Es tan sólo piel.
Me
alejé con el reloj en mi muñeca y con una sensación clara de que había rozado
la piel de Dios.
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