Siete de la tarde. Bajo la
marquesina de un autobús y soportando lluvia torrencial, viento huracanado y un
exuberante gentío, espero un tiempo que se eterniza acentuado por las
inclemencias que nos obligan a una apretada protección bajo tan reducido
espacio. De repente alguien exclama: ¡Ya viene! Y un tropel me lanza hacia
el autobús.
Pero
he aquí que, en un santiamén, mi bolso
desaparece. Sí, alguien, aprovechando el barullo de la llegada, me lo arrebata.
Mi desconcierto y sobre todo el tremendo
conflicto que me crea tal accidente, me deja exhausta: llaves del coche,
del piso, carnets tarjetas, monedero...
Era la una de la madrugada, cuando tras movilizar todos los resortes
pertinentes, y en agotamiento total, pensaba en mi bolso y lo imaginaba
saqueado y abandonado en algún contenedor o
arrojado sin escrúpulos a la intemperie de una noche lluviosa y fría.
Era como si mi bolso fuera una
prolongación de mí misma. Me dolía el desamparo de mis pertenencias
entre las cuales contaban mis pequeñas intimidades: regaliz, terrones de
azúcar, perfume, apuntes y más que nada
fotografías de seres queridos. Unas lágrimas corrieron por mis mejillas en un
vaivén de interrogantes y en una espera
que prácticamente duró toda la noche como si el teléfono sonara y me lo
devolviera. ¿Por qué desaprensivas manos habrían pasado aquellas nimiedades tan
mías que me dolían en el alma:.?
Y la reflexión llegó con voz potente.
Tengo que confesar sus reproches: sí. yo, tan reivindicativa del amor,
sobre todo por los indigentes, pocas veces había sentido tanto dolor como el
que aquella noche me enajenaba. Estaba claro: mi gran amor tenía como único
objetivo en aquellas horas un bolso que, animado por mis sentimientos,
intuía abandono.
Y la voz de la conciencia me recordó las palabras del poeta: Si lloras por haber perdido el sol, las
lágrimas no te dejarán ver las estrellas. Sí, por mi ventana, casi rozando el cielo,
pude ver en la madrugada, las estrellas,
porque mis lágrimas se tornaron, de nuevo, amor por tantos seres humanos
perdidos a los que nadie ama, a los que nadie busca., a los que pasamos de
largo… ¡Qué mundo, qué vida, que yo!
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