Un amigo, gran psicólogo, me hablaba al teléfono de algo que yo no había oído: una cuarta edad.
Es decir, gracias a las mejoras en los estilos de vida y a la atención sanitaria es más
frecuente que grupos de personas enmarcadas en la tercera edad, se encuentren
en plenitud de facultades físicas y mentales, si bien es normal que se sientan
aquejadas por algún tipo de dolencia en mayor o menor grado, lo cual no las
convierte en desahucios de la sociedad, ya que siguen en ella aportando lo
mejor que tienen y pueden.
Son muchos los mayores que se encuentran en plenitud de
facultades y no obstante son objeto de discriminación
para demasiadas cosas. Desde mi punto de vista hay grandes diferencias entre
ser mayor y ser viejo: mayor es quien
tiene años; viejo quien perdió la jovialidad, incluso siendo joven. El mayor vive cada día como único, con
proyectos, con ilusión; para el viejo todos los días son iguales y su agenda está en blanco y solo vive
pensando en los ayeres. El mayor camina, trabaja, se relaciona, se comunica: el
viejo la mayor parte del tiempo lo pasa
renegando de todo, anatematizando instituciones, hundido en el pozo negro de la desesperanza, sentado o acostado
sin aportar ni un solo paso a favor de los demás.
En mi particular oración, pido, y en definitiva es una
exigencia conmigo misma, que los años no me hagan indiferente, insensible a mi
realidad presente, porque quiero seguir
construyendo, colaborando, soñando… Hay
un pensamiento de Marañón que viene a resumir todo lo dicho: vivir -dice- no es
sólo existir, sino existir y crear, saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar. Descansar, es empezar
a morir.
Ánimo, pues a esa nueva
mayoría de edad. Hay que seguir regando la parcela por pequeña que sea, hay que
seguir aprendiendo, enseñando, animando, repartiendo esperanza y optimismo. Jamás un hombre es demasiado viejo para recomenzar su vida. Envejecer –dice
O. Wilde- no es nada; lo terrible es seguir sintiéndose y proclamándose joven.
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