A traspiés, sube Quisco, delante
de mí la cuesta arriba. Los pantalones anchos y flojos, se le lían entre las
piernas. De vez en cuando se para, suelta la maleta, se tira a puñadas de los pantalones
que se le caen y me mira con un tic en el cuello. Por detrás de las persianas
me siento observada. De pronto, por una destartalada bocacalle aparece corriendo un cerdo, que
medio nos atropella, y detrás un hombre que le grita: ¡me cago en la madre que
te parió! ¡Hijo de puta cerdo! Quisco se asusta, me mira y exclama:¡bicho gordo!
La casa de Manuela es un caserón
lleno de remiendos Por las ventanas, recién pintadas salen gitanillas de todos
los colores, y en el balcón de en medio, seca y polvorienta, una palma atada
con dos lazos. Por entretejido artístico se nota que correspondió al hermano
mayor de alguna cofradía de ola Semana Santa
Hay que hacer un trabajito hasta
subir a la casa de La Manuela, que está a tres escalones altos de la calle, o mejor dicho, de la plaza. A un lado y a otro de los
escalones, la Manuela tiene arregladitos unos arriates con rosales, hierbabuena
y unas matas de dompedros pasaditas ya, pero que todavía verdean, jazmines y
una dama de noche. Los escalones, de losas viejas, están repintados de polvos
colorados que les dan un tono azafranado, y las juntas, de blanco, que da pena
pisarlas por lo brillosas y cuidadas que se ven. Los zócalos, repellaos a
borbotones, en un verde limón que contrasta con la blancura casi luminosa del
resto de la fachada, cargada de manos de cal.
A zancadas sube Quisco,
arrastrando la maleta. Unos niños, que juegan a los “sansones” en la esquina
tiran uno hacia Quisco y gritan: ¡Quiscooo...! ¿Qué haces...? Quisco no
contesta. Se para, suelta las maleta y se saca una china de las alpargatas.
La Manuela se ha quedado dormida
con la radio puesta. Parece un tonelillo, allí, dejada caer en el sofá. ¡Manuelaas! -grita Quisco-. La Manuela se despierta de un sobresalto y exclama: ¡coño, que no estoy sorda, que tienes voz de cántaro vacío!
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