Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con
ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y
recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una
chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la
creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es mi forma y únicas las
vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi copa y
la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo
eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es
la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de los miles de retoños que
todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi semilla,
no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi
tarea es sagrada. Y vivo de esta confianza.
Esto susurra el árbol al
atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios pensamientos infantiles.
Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una
vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les
escuchamos. pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad,
rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren alegría
sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser
un árbol. No desea ser más que lo que es. Esto es la patria. Esto es la
felicidad.
La divinidad está en ti, no
en conceptos o en libros. H. Hesse
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