Han pasado años, pero a mi memoria acude aquel
alumno de diez años que, habiendo visto pronto el dolor de
la vida, miraban desde una inmensa tristeza, matizada, de vez en cuando, de
ingenua felicidad. Él era tierno tallo herido, a penas despuntar, que sobrevoló
por nuestras vidas, cual estrella fugaz de la que más bien queda el recuerdo de
un maravilloso rastro luminoso y la certeza de haber sido testigos de su
deslumbrante existencia. De rostro pálido, transparente,
aficionado a la escuela, a sus maestros, a sus libros…
Y Antonio se nos fue
de pronto. Un día de escuela, mientras sus compañeros en clase compartían la
difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras su silla, vacía como
otras veces, casi no extrañaba a nadie, mientras cada cual en su trabajo,
olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con
nimiedades, con absurdos y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el
funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de un futuro que nos deparara mayor bienestar. Ni siquiera una corazonada,
un telepático presagio: nada. Me gustan mucho tus cuentos -decía con la cabeza siempre sobre la
mesa-. La vida del pequeño Antonio, como blanquísima espuma de mar, se
desvaneció con el viento.
Y era un bonito día de primavera, y el sol
siguió su curso, y las margaritas y las amapolas, en un frondoso salvaje,
parecían entonar el más bello himno de la alegría, y en las calles, el tráfico,
los ruidos, las prisas... Pero en medio de esta eclosión de vida, un pequeño
féretro nos llenaba de tristeza a todos los que vivimos, de una manera u otra,
la corta vida de aquel niño.
Lo recuerdo, especialmente en este día. Sí como
se recuerda el perfume de una rosa o la imagen de un bello paisaje. Y es que un
alumno es como un hijo que cae en nuestras manos y nos hace sentir que servimos
para algo.
¡Échame una mano, tú que estás en el cielo!, y espérame, espéranos. Trataré, entre tanto, de escribir mejores
cuentos, mi querido, mi queridísimo pequeño Antonio.
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