La primavera llegaba, ¡nuevo
verde que brotaba!
Gitanillos zapatean en alegres
bailoteos
bajo mi puente romano, bajo mis sueños
soñados...
¿A qué huelen los gitanos, Lucrecia? Yo siempre los he visto de lejos. Los
gitanos huelen a humo y a pringue y... ¡si quieres vamos a verlos!; están
debajo del puente. ¿Y si se entera mi padre? Además, los
gitanos son malos y nos pueden robar para el
circo, y nos pueden echar mal de ojo, y… ¡No seas miedica! ¡Los
gitanos son como todos: unos buenos y otros malos!
Los gitanos llegaban con la primavera, como llegaban
las golondrinas, las cigüeñas, las hojas de los árboles… Acampaban bajo el centenario puente romano, cuajado de lagartijas y húmedo
siempre, allá en las afueras del pueblo. Quedamos en la puerta de la iglesia.
Eran las siete de la tarde. Las huertas olían a tierra mojada, y los campos
eran ya tiernas y verdes hierbas.
¡Es allí! ¡Dónde hay humo! Los gitanos siempre tienen
humo alrededor –exclamó Lucrecia, señalando cerca-. El corazón me dio
un vuelco: ¡Tengo miedo! ¿Y si nos
cogen? Y… ¡Mira, mira! –exclamó como si no me oyera-. Están haciendo gachas y, ¡qué
burra tan vieja!, ¡mira los gitanillos
qué graciosos: tienen el culo al aire, están descalzos y bailan! ¿Hueles? Hasta
aquí llega el olor de las gachas, de la pringue y del humo ¡Vámonos! ¡Ya los he visto! ¡Ya sé a qué
huelen! ¡No, no lo sabes; vamos a acercarnos un poco más! No; yo me voy…
Detrás de mí corría Lucrecia sin poder alcanzarme. Al entrar al pueblo
casi anochecía y las campanas anunciaban el primer toque del rosario.
¡Pobres gitanos
en aquellos años de la posguerra, víctimas de robos y toda clase de malas
artes! Hoy, después de tantos años, sé
que los gitanos olían a caminos, a
marginación…, a sueños en noches
de intemperies bajo un cielo de luceros.
Quisiera volver
al ayer y seguir su rastro, y quisiera
dormirme en suelo de hierbas y cielo
estrellado
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