Llegué un poco antes de la hora.
Aparqué en medio de un gran charco, único lugar posible por aquellos
alrededores. Esperaba con impaciencia mi reencuentro con Lucrecia. A derecha e
izquierda la buscaba con impaciencia como si llevara siglos estacionada en
aquel portalón, aún cerrado, del cementerio. Tan sólo tráfico ante mi vista y
nubes que corrían en negra y eminente amenaza de lluvia. Un poco lejos, la
parada de un autobús, objetivo de mis ansiosas expectativas. De pronto observé
cómo, entre una multitud de gente que bajaba, una mujer, más bien un bulto me
pareció, se aproximaba al cementerio. Di unos pasos en dirección hacia ella, y
sí, era Lucrecia, tan ojerosa, envejecida y esquelética que en otra situación
no la hubiera reconocido. Pero estaba allí, frente a mí, con un rostro
desfigurado por grandes manchas oscuras, con preeminentes bolsas debajo de los
ojos y una vulgar taleguilla colgada del
brazo. Nos saludamos fríamente: No quería
molestarte, pero no sabía a quién acudir. Es muy duro… Se echó a llorar,
limpiándose los ojos con el puño de la manga. No es molestia. Has hecho bien con llamarme.
Unos pasos y en tenso silencio, acentuado por el
alborozado piar de pájaros por entre los cipreses, esperábamos, los rigores de
aquel mal asunto. bajo la marquesina de
las puertas, abiertas ya, de aquel lugar que exhalaba un sutil halo putrefacto.
Se levantó viento y comenzó a lloviznar. A las nueve en punto, casi de la nada,
surgió un coche, y un hombre, con papeles en la mano, preguntó sin apenas
mirarnos: ¿Quién es el familiar? Yo, soy
yo -se apresuró Lucrecia.
Y aquel hombre, hecho de rutinas,
añadió: Soy del Ayuntamiento. Mal rollo
éste y peor tiempecillo. Tiene que firmar estos papeles. Después, a cojeadas, otro hombre de
gafas oscuras y gabardina blanca, revisó documentos, habló algo y, finalmente,
mirando a su alrededor, hizo chirriar un silbato al tiempo que exclamaba en
tono despectivo: ¡Gentuza! ¡Nunca están dónde deben!
Dos
hombres, con palas al hombro, cubiertos con gabanes de plástico, largos hasta los pies, y
apurando un bocadillo, aparecieron y, sin mediar explicaciones, recogieron
bártulos. Lucrecia me miró. En sus ojos
saltones, enrojecidos por tantas lágrimas cicatrizadas, una angustiada
interrogante: ¿Por qué?
Los
campos empezaban a verdear, y algunos precoces pájaros emigrantes surcaban los
cielos grises de aquella insólita mañana. A punto estuve de preguntarle
dónde vivía y con quién, pero me limité
a una rutinaria oferta: ¿A dónde te llevo? –pregunté con la puerta
del coche abierta. La vi titubear antes de contestar y como si estuviera
inquieta por algo: No me tienes que
llevar a ninguna parte. Yo me voy otra vez en el autobús. Quiero llegarme al
colegio a ver a mi Antonio. Casi por
compromiso, añadí: ¿Quieres venir a comer
a mi casa? Ahora vivo en un piso. ¡No, no...! –se precipitó a contestar sin más
comentarios-. ¡Bastantes problemas te he acarreado ya. Eso se acabó. No te
preocupes; estoy bien.
Y aquella
mañana, cuando nos despedimos y Lucrecia
se alejó, tuve un fatal presentimiento: No volvería a verla. Se perdió
en la vorágine de tráfico de la hora punta de la mañana en dirección a la
parada del autobús. No obstante, por el
espejo retrovisor pude observar cómo cambiaba de rumbo y se reunía con un
hombre que la recibía en una mala moto y con un brusco empujón.
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