A un amigo que nunca lo fue
Anochece en la sierra. Un vientecillo agita las ramas de los pinos,
mientras el sol, como mariposa de mil colores, pliega sus alas por entre las
montañas de jaras y encinas. Una especie de latido conmueve las entrañas de
este lugar.
Por
unos instantes, la naturaleza se torna expectación: pájaros que vuelan en
silencio; media luna blanca que empieza
a dibujarse en el cielo, secretos que emergen de los profundos abismos, al
conjuro de la noche, sombras que se extienden solemnes en la estampa viva de
esta hora, donde yo, nada, acallo recuerdos y sólo tengo voz para mi nombre. Un
suspiro, dos, tres...
Paso
tras paso por el camino de polvo, transito sin más compañía que el sol
poniente. Sol que muere allá en el horizonte de pinos redondos, mientras la
luna, ya rutilante, va siguiendo mi
rastro que busca al yermo negro, garganta que pondrá voz a este embrujo que ha enmudecido, con el
último rayo verde, las alegrías, los colores, la música... de esta fuente viva
que es el pozo, y el cacareo de gallinas, y el galope de burros, y el chirriar
de cancelas, y el volar de palomos y las palabras de Miguel, viejo cabrero de
caminos y montes.
¡Ecooo...! ¡Ecooo..!- estalla, por fin mi garganta,
allanando la morada del silencio y de los sueños. Y el yermo, monstruo bueno,
extiende sus brazos a mi tímida voz, que cada vez más coronada por la luna, se
crece, clamando ¡Ecooo...! ¡Ecooo...!
Y por
entre cauces, montes, riachuelos, horizontes, hojas dormidas... el yermo,
monstruo bueno, como un beso, que estallara en mil rutilantes destellos, canta
mis palabras al viento: ¡Ecooo..! ¡Ecooo..! -repite en sinfonía esta sierra virgen, nido
de alimañas y bandoleros. ¡Ya no estoy sola! ¡Tengo eco! Lo sabe la luna; lo sabe el yermo; lo
sé yo. Me lo enseñó mi
padre, en tardes de paseo, de trigos, de amapolas, de codornices: El eco es la respuesta de Dios a nuestra soledad.
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