(Final pág anterior: no me
busques más. Esta vez no me encontrarás…)
Al día
siguiente en el hospital, nada más llegar, tropecé con Claudio: no pude
llamarte; ¿qué te sucedió ayer? Se ha ido Lucrecia,
se ha ido para siempre… Y mi llanto fue tal que, Claudio, cogiéndome de un
brazo, me repetía: ¡Tranquila, chiquita, tranquila! Por lo que sé de vuestra
amistad, siempre la buscaste,
siempre le tendiste una mano… Esta vez,
no -lo interrumpí-, pero voy a buscarla y sé dónde puede estar…
Cada fin de semana, de un lado para otro, la buscaba,
comenzando por la Calle del Río, pero allí nadie sabía de ella desde hacía
tiempo. Tampoco en el internado de Miguel pudieron darme pista alguna: se llevó al niño. Dijo que se iba lejos, que
había encontrado un buen trabajo… Fueron
largos meses de incansable ir y venir a barrios marginales, pueblos,
prostíbulos… Pero Lucrecia, como me dejó escrito en la nota parecía perdida
para siempre. Y sufrí una gran depresión. Me dieron la baja y sola en casa,
lloraba y deseaba morirme. Era como una horrible pesadilla que me consumía día
y noche: ¿dónde estaría Lucrecia? Claudio me visitaba a diario y sus palabras
amables me reconfortaban pero no apartaban de mí aquel fantasma de
responsabilidad que me pesaba más de lo que podía soportar. Unos meses más y
Claudio, tímidamente, me dio una mala noticia para mí: me voy de Córdoba; pedí traslado a mi Navarra y lo he conseguido. Te
escribiré, vendré, no te olvidaré… Palabras que pronto se llevaría el
viento: ni una sola carta, ni una sola
llamada… Tan solo, eso sí, un breve mensaje que decía: lo siento, María. Me duele hacerte daño pero he decidido seguir solo mi
vida; no soy hombre de compromisos. Y un abandono más que me dejaba sumida
en una gran decisión: viviría sola.
Pasaron años en los que tuve alguna que otra aventura
pasajera, pero nada serio: amistades más o menos íntimas sin más compromiso que
el sexo. Entre tanto Lucrecia, al fin, se había difuminado de mi vida; prácticamente
la había olvidado si bien alguna vez aparecía en mi memoria como una anécdota,
como una telenovela que hubiera ocupado mi atención en años ya muy lejano.
Pero una noche, a primeros de febrero, una llamada al
teléfono, me precipito en la creencia de que se trataba de algún compañero
proponiéndome cambios de turno, cosa que era habitual. Por eso mi contestación venía a
ser una confirmación: ¡Sí, claro que sí! Mi sorpresa me llevó a punto de colgar sin
más explicaciones, porque una voz desconocida, no supe si de hombre o de mujer,
ronca, jadeante, desagradable, repetía mi nombre: María, ¿eres María? Unos instantes de silencio, y la voz, tratando
de resultar más melosa y tal vez intuyendo mis posibles miedos, repitió: María, ¿de verdad no sabes quién soy? Reconocí
entonces la voz bronca de una mujer. No, no la conozco, y voy a colgar. No son
horas de bromas… Soy Lucrecia –dijo sin más. De nuevo silencio por mi
parte, al tiempo que notaba cómo un fuerte escalofrío me recorría el cuerpo de pies
a cabeza.
¿Tanto me has olvidado que ni tan siquiera mi nombre recuerdas? –añadió-.
No, no te he olvidado –dije al fin-. Dime qué quieres ahora conmigo. Tu voz me
ha despistado. Y en esta ocasión fue ella la que guardó silencio,
provocando mi preocupación, por lo que insistí: Ha pasado tiempo; no te esperaba. ¿En qué puedo ayudarte? Unos
fuertes sollozos al otro lado del auricular me turbaron ¡Lucrecia, Lucrecia!, ¿por qué lloras? ¿Dónde estás? Es que mañana
sacan los restos de mi Miguel… No entiendo nada. ¿De qué restos hablas? Mi
Miguel murió hace cinco años. Mañana sacan sus restos para echarlos al osario.
Quería pedirte que me acompañaras al cementerio. No quiero nada más. No tengo a
nadie, pero me iré enseguida; no te preocupes. ¡Lo siento, lo siento de verdad! ¿Cómo fue? ¿Qué le pasó? Le entró una
enfermedad mala. Decían los médicos que era una herencia, y no hubo remedio.
Las palabras
de Lucrecia, entrecortadas por el llanto, volvieron una vez más a enternecerme
hasta el extremo de estar dispuesta a ir en su búsqueda en aquellos momentos. ¿Dónde estas? Voy ahora mismo a recogerte. ¡No,
no, no es eso lo que te estoy pidiendo! Estoy bien. Sólo mañana; te lo prometo.
A las ocho y media en la puerta del cementerio, si puedes. Tengo miedo.
-No te preocupes; allí estaré
No hay comentarios:
Publicar un comentario