(Queridos amigos/as, lectores de este Blog: Puede que encontréis alguna incoherencia, fruto del obligado resumen que tengo que ir haciendo para no extenderme ya mucho más)
FINAL DEL CAPÍTULO
XXVII: ¡Ni lo pienses! Volveré
a la que ha sido siempre mi casa y buscaré trabajo… ¿Volver, de nuevo a aquella
casa? No te preocupes por mí; se lo que me digo y sé lo que haré.
El resto de la tarde transcurrió en animada conversación que, sin
poderlo evitar, una y otra
vez, nos hacía relatar incidentes de nuestra infancia. ¿Sigues con tu
palomar sin palomos y con tu hora de
Dios sin Dios? Siempre fuiste buena,
inocente y ¡vaya imaginación! ¡Venga ya con los elogios! –exclamé-.
Fueron buenos tiempos aquellos…
Se hacía tarde y la hora de
visitas estaba más que pasada. Mañana, si puedo, vuelvo, pero piensa
en lo que te he dicho: te vienes conmigo. Como todo un gesto de
agradecimiento, Lucrecia trató de levantarse de aquel sillón para acompañarme
al ascensor, pero agarrándose fuertemente a mí, exclamó: ¡Perdona, perdona!
Estoy un poco mareada. Medio en el aire la cogí en brazos y la llevé en la
cama. Estás muy débil todavía- dije-. No debes hacer esfuerzo alguno. Habrá
tiempo de todo. Y tocando el timbre hice que una enfermera le tomara la
tensión. La tiene muy baja –me confirmó-; voy a ponerle una inyección. El
incidente retrasó mi marcha, a pesar de que Lucrecia insistía: estoy bien;
puedes irte que es tarde y tienes que ir por la carretera. Efectivamente llegué al pueblo muy tarde.
Mi casa, desde lejos, me provocó una gran congoja: luces apagadas, puertas
cerradas… No obstante, aquella noche la
pasé prácticamente en vela haciendo planes para mi convivencia con Lucrecia
que, a pesar de estado de convalecencia, mejoraba notablemente y por días.
Llevaba tiempo con un idea que me obsesionaba: comprar un chalet en la sierra
de Córdoba, tan pronto como lograra la tan
solicitada plaza un año tras otro y se me antojaba cómo allí íbamos a vivir las
dos en paz.
Mis primeros pasos, en aquellos días, y con gran éxito, fueron
dirigidos a encontrar internado para Miguel, el hijo de Lucrecia, cosa que no
me resultó complicado, dado su invalidez
y pobreza, noticia que le comuniqué rápidamente a Lucrecia que con
lágrimas repetía; gracias, gracias;
allí no verá las cosas que yo tuve que
ver de niña.
Al finalizar el verano y regresar a mi destino, las listas de traslados
me esperaban. ¡Por fin había conseguido mi deseada plaza en Córdoba!
Fueron rápidos los trámites de la soñada compra de aquel chalet que tanto había imaginado. Una inmobiliaria
se ocupó de todo y una miga del pueblo me acompañó al ilusionada tarea de
amueblarlo de forma sencilla, moderna y acogedora, poniendo especial interés en
el dormitorio que ocuparía Lucrecia.
Con todo a punto, y con el alta de Lucrecia en la mano, y a pesar de su
cumplida resistencia, nos trasladamos, como sorpresa para ella, directamente al
chalet. No daba crédito a lo que le estaba pasando:¿Estoy soñando? Esto no
me puede estar sucediendo a mí. Dime que es verdad y... ¡esta sí que es la hora de
Dios! ¿Y cómo te lo voy a agradecer? Cuidaré del jardín, te haré la comida, me
encargaré de todo… Ahora –le repetía
feliz María- lo que tienes que hacer es ponerte fuerte y no preocuparte de
nada. Tengo contratado un jardinero que se encargará no solo del jardín sino de
cuantos trabajos extra sean necesario.
Pasaron meses. La convivencia eran días de paz e incluso de
divertimento con salidas al cine, al teatro y a compras de vestuario para
Lucrecia.
Un día, María, que llevaba tiempo
con el proyecto de un viaje, habló con Lucrecia: te voy a dejar dueña
y señora absoluta del chalet. Me voy unos días al extranjero con un compañero… ¿Con
un compañero has dicho? –preguntó Lucrecia con ironía-. No sabes cuánto me
alegro. Ya va siendo hora, mujer de… María,
con el mismo tono exclamó: ¡pues la verdad es que no está mal
el chico!
Y Lucrecia era feliz: iba y venía a ver a su Miguel, hacía compras,
arreglaba el chalet… Pero un día…
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